Un caso de identidad

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Un caso de identidad
O el día en el que Sherlock tiene una conversación incómoda.


John H. Watson no se consideraba cotilla. Sabía que no debía meterse en asuntos ajenos y que cada quien vivía como quería, haciendo lo que quería y cómo quería; pero, admitía para sí mismo, que Sherlock siempre le había llamado la atención.

Era la máxima expresión de privacidad.

En todos los años que lo conocía, muchos de sus amigos habían tenido desamores, padecido tragedias o les había ocurrido lo mejor que la vida podía ofrecerles. Sherlock, en cambio, si le había ocurrido algo en aquellos diez años... Él no lo sabía.

No es que John se considerase un cotilla, claro que no. Simplemente se sentía intrigado por la vida de su mejor amigo. Pero cuando no has visto entrar ni un alma a la casa de los Holmes y ves salir al tonto del capirote de tu amigo, acompañando a otro muchachito fuera y hablando terriblemente cerca, pues si no sientes cierta curiosidad es de ser un completo desinteresado.

Eso piensa John cuando ve la escena.

Sherlock soltó con excesiva delicadeza la mano que mantenía sujeta. Las miradas brillaban de algo desconocido, algo que únicamente conocían ellos.

—Nos vemos, Sherlock —canturreó con burla el desconocido cuando vio a John pasmado delante de ellos—. Me parece que tienes visita.

—Muy agudo —gruñó este, las espesas cejas fruncidas—. Hasta mañana, Jim.

Jim.

Sherlock le invitó a pasar, como siempre hacía. Mycroft siempre estaba en la biblioteca a esas horas, John lo sabía y su amigo siempre se lo recordaba; nada parecía haber cambiado pero el mundo tenía un color distinto para John Watson.

El cielo se veía más abierto. El rostro de Sherlock era anguloso, sin sombras extrañas, con sus pequeñas ojeras y las pobladas cejas adornándole la cara; los ojos azules, traviesos y curiosos, le parecieron en sí un mundo nuevo.

¿Era la primera vez que veía a su amigo como una persona y no como alguien inalcanzable?

Puede.

—¿Quién era?

Sherlock le miró, suspicaz. Le aguantó la mirada unos segundos, y después volvió a centrarse en la cafetera. Allí de pie, John pudo fijarse en el tipo de delgadez de su amigo: delicada, pero no enfermiza, el jersey de dos tallas más grande le hacía perder el ancho de su espalda.

Pero él lo sabía.

Sus dedos eran largos, manos de pianista o de violinista qué más daba. Los movimientos, tan naturales y lacónicos, le hipnotizaron por un momento.

—Un amigo.

Oh.

¿Era su momento de demostrar que era un buen amigo?

Carraspeó.

—Está... bien —titubeó John—, eso de tener amigos.

—Sé que está bien.

Hubo un silencio incómodo. Sherlock aprovechó para servirle el café y ofrecerle un par de galletas de mantequilla y chocolate que había horneado su madre esa misma tarde.

¿Jim? Realmente era un amigo. Tenían intereses similares, compartían la condición de sabelotodo y ambos habían sentido cierta curiosidad por cómo sería besar la cara oculta de la luna.

No había resultado ser como ninguno de los dos esperaba, pero había sido entretenido explorar ciertas... reacciones.

Dio un sorbo a su café.

—No, no —dijo John, en el mismo tono confidente con el que había iniciado la conversación—. Me refiero que está bien, que te apoyo y te apoyaré siempre, eres mi amigo.

Fue entonces que comprendió el problema.

—John —le llamó, liberándole del laberinto de sus pensamientos—, no voy aireando lo que hago ni lo que soy; nunca lo haría, fuese heterosexual, bisexual u homosexual.

—Vas aireando que eres un idiota sabelotodo y algún día alguien te dará el puñetazo en la cara que bien sabes que te mereces.

Sherlock sonrió, la taza de café ocultó una sonrisa.

—Espero ansioso ese día.

No hubo necesidad de decir explícitamente que John era su mejor amigo, que sabía que estaría ahí para él lo necesitase o no. Era ese, pensó Sherlock, el idioma que solamente hablaban y entendían ellos; eso estaba bien, era su pequeño pedacito de John.

No había necesidad de delatar más sus sentimientos, sus ansias por más.

Los HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora