El intérprete

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El intérprete
O el día en el que se conocen.


Llovía cuando se conocieron, dentro y fuera de Sherlock. Siempre había sido un muchachito que sentía con demasiada intensidad las emociones, o eso era lo que le decían su madre o Mycroft. El resto del mundo, sin embargo, tenía etiquetas para él completamente opuestas a lo que le decían en casa.

John también lo pensaba.

Cada vez que le presentaba a una muchachita distinta, un pétalo caía. Su amigo se esforzaba muchísimo en buscar una estabilidad que no le correspondía, solo porque él no se sentía lo suficientemente bueno para él y ninguno quería pasar página. Aunque John lo intentaba, por supuesto, pero eso de no acordarse del nombre de su pareja era un poco... Delator.

John ve, con esos ojos curiosos e impacientes; pero no observa. Sherlock siente con la fuerza del oleaje y lo resiste con la misma gracia que las montañas, pero el expresarlo son aguas fangosas que no está dispuesto a pisar.

Sin embargo, Sherlock lo intentó en incontables ocasiones: enseñándole a bailar para conquistar a una señorita cuyo nombre ninguno recuerda, ayudándole con literatura clásica para que pudiese sorprender a otra señorita cuyo nombre era María pero que su querido amigo tampoco recuerda, o incluso pidiéndole cosas. Aquello, pensó Sherlock, tenía que haber sido como una enorme señal de humo que vería incluso un ciego: Sherlock nunca pedía cosas, no que involucrasen de alguna manera confiar en alguien.

John refunfuñó y siguió actuando como siempre.

—¿Siempre me tienes que pedir cosas absurdas? —se quejó.

Sherlock arqueó una ceja, confuso por la respuesta de su amigo. ¿Absurda? Pedirle a John que probase el té con miel no le parecía una petición absurda. ¡Esas abejas tenían una dieta muy cuidada! Solo el paladar de alguien que lo desconociese podría decirle si había diferencia alguna o no.

—¡Es algo de plena importancia! —protestó Sherlock. Volvió a tenderle la taza de humeante té y le miró, ceñudo—. Eres el único en quien puedo confiar, John, haz el favor de tomarla.

A juzgar por la mirada que le ofreció John, cualquiera diría que le estaba dando a probar veneno. Aunque, conociendo las aficiones de Sherlock, nadie sospecharía el verdadero motivo.

—¿No se lo puedes pedir a alguien más?

Ambos parpadearon: obviamente no, la pregunta en sí era absurda.

Fue entonces que Sherlock vio un cambio en la mirada de su amigo. Cogió la taza y dio un pequeño sorbo, con los ojos azules fijos en el dorado y dulce líquido sin verlo realmente: estaba sumido en una reflexión que Sherlock no quería interrumpir —lo beneficiaba a él más que a nadie—.

Desde aquel momento, John empezó a fijarse más en su conducta en lo que quedaba de curso. Con quien hablaba, cómo hablaba y la distancia que mantenía. Le defendía cuando algún comentario se pasaba de castaño oscuro; otras, le ayudaba a entenderse mejor a sí mismo mientras sorteaban asuntos espinosos que ninguno se veía capaz de sacar a la luz.

Por entonces.

A ojos de John Watson, Sherlock Holmes tenía sentimientos. Fue entonces, y únicamente entonces, que sintió que empezaba a conocer a aquel niño que ayudó a robar caramelos.

Los HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora