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                    El frío calaba hasta sus huesos, pero en realidad eso ni siquiera le importaba. Todavía estaba en la calle, sola, apoyando su espalda contra la pared de concreto del edificio de la terminal de buses de Washington DC. Su ropa estaba sucia y su rostro estaba empapado no solo de lágrimas, sino también de frío sudor. Tenía los ojos bien abiertos y tistes, mirando un punto muerto del cemento de la calle. Temía cerrarlos por mucho tiempo, porque apenas lo hacía, aquella imagen de su madre muerta se materializaba en su cabeza, una y otra vez.

No sabía qué hacer a continuación. ¿Su papá sabría lo sucedido? ¿Por qué había pasado todo eso?

Alguien había asesinado a su madre frente a ella y nadie más había salido herido, por lo tanto a Alexandra no le quedaba de otra más que pensar que nada de eso había sido al azar. Solo fue un único disparo, una sola víctima. Su mamá.

Volvió sus manos puños y se levantó como pudo del pavimento. No tenía rumbo, no tenía ni la más mínima idea de adónde dirigirse, sólo sentía la increíble necesidad de esconderse del mundo, esperando que nada ni nadie la encontrara; ni siquiera el dolor, ni siquiera los recuerdos.

Caminó hasta salir a la solitaria calle, donde creyó que estarían transitando carros, pero no fue así. Solo la soledad y la luz de las farolas le dieron compañía en su camino.

La terminal estaba completamente cerrada y acordonada. Ahora solo quedaban unos cuantos agentes de policía, así que Alexandra se apresuró a no dejarse ver. Se desplazó por las sombras que marcaban los edificios en dirección contraria de donde se encontraban reunidas las pocas personas restantes. No deseaba que le hicieran preguntas sobre las cuales ella no tenía ni entendería las posibles respuestas.

Quería llegar al calor de su hogar, incluso cuando ya sabía que no sería lo mismo.

Llevaba ya un largo tiempo caminando sin rumbo fijo, sumida en su dolor y pensamientos oscuros que solo le causaban ganas de seguir llorando. Se sentía devastada y las energías se le estaban acabando, hasta había comenzado a arrastrar los pies para avanzar. Se negaba a detenerse porque el miedo a quedarse quieta parecía ser lo único que la mantenía de pie. Eso y sus ganas de seguir llorando. Tal vez de esa manera en el momento en el que ya no tuviera más lágrimas que botar, entonces ya no tendría más dolor que sufrir.

Dado un momento, dejó de mirar el piso y observó sus alrededores. De inmediato supo que esas calles no le inspiraban ni la más mínima confianza. Eran sucias y solitarias, totalmente diferentes por las que había estado andando antes.

En cuanto estuvo a punto de voltear por una esquina, se detuvo de golpe al ver un grupo de hombres mayores que ella, reunidos bajo la débil y titilante luz de un poste. No pasaron más de cinco segundos cuando comenzó a sentir que un desagradable olor invadía sus fosas nasales. Entonces no se molestó en ocultar su mueca de asco, al fin y al cabo no alcanzarían a reconocerla a esa distancia.

MERCY  «bucky barnes»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora