2- Selnalla

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La sala del trono se hallaba al final, un gran edificio circular coronado por una cúpula centelleante en el que los contrafuertes eran estatuas angelicales que representaban a los Doce, y los arbotantes estanterías sobre las que descansaban bustos de los antiguos reyes de I-Naskar. Todo construido en una hermosa piedra blanca, suave como la crin de un caballo pero más dura que los huesos de un dragón.

Caminó altivo hasta el portón, apenas apoyándose en la vara de metal, mientras el viento sacudía el moño negro y los pliegues morados de su túnica. Hacía frío, pero sus nervios putrefactos apenas percibían las variaciones de temperatura, así como tampoco reconocían el dolor, el placer, o la flaqueza.

Aguardó unos segundos a que los guardias le cedieran el paso y lentamente la puerta de metal forjado se abrió hacia adentro, revelando un interior amplio, de grandes columnas negras que sostenían la bóveda y vidrieras de colores al fondo, tras el imponente trono que coronaba la escalinata. Éste era una construcción anclada al suelo, un asiento azul resplandeciente con un respaldo labrado con la forma de un dragón que extendía sus alas un metro hacia ambos lados. Allí, encorvada como un cuervo, discernió la figura de una anciana de pelo cano y mirada sombría: Sola, reina de I-Naskar, la madre del difunto.

Dio un par de pasos y el eco de sus pisadas quebró durante unos instantes el solemne silencio que impregnaba el ambiente. Como arrancada de un profundo trance, la figura de la reina se enderezó lentamente.

—¿Quién sois y por qué habéis solicitado una audiencia conmigo? —inquirió con la voz rota, y sus palabras sonaron una y la misma con el dolor de su alma.

Selnalla no respondió al momento.

—La pregunta no es quién soy yo, majestad, si no quien queréis ser vos —su tono era dulce y sonoro. La anciana frunció el ceño y sus ojos chispearon un momento —. ¿Un peón del dolor? ¿Una víctima de los pobres consejos de aquellos que os rodean? ¿O un avatar de la venganza?

—¿Con qué derecho te refieres a mí como a una vulgar cortesana? He formulado una pregunta muy concisa, si quisiera entretenerme con juegos de palabras pagaría a un bufón. ¿Por qué no habría de mandarte encerrar ahora mismo?

—Porque conmigo se iría la última esperanza de recuperar a tu hijo.

Sola se levantó como un resorte e incluso pareció que se le erizaban los cabellos. Mas la furia de su mirada, todo aquel fuego de dragón, se consumió al encontrarse con la mirada del nigromante, aquella inquietante serenidad fría como las profundidades de un océano.

—Mi hijo está muerto, y no mancharás su memoria, aquí, ante su legítimo asiento, pronunciando su nombre con esa sucia lengua.

—Su alma quizás haya trascendido el alcance de cualquier otra magia, pues las sendas de La Bella Dama son muchas y vedadas a los ojos mortales, pero alguien versado en sus artes puede reclamar su esencia, y devolverle al mundo que le pertenece y le ha sido arrebatado, al mundo de los vivos.

—¿Me hablas de La Bella Dama? —repitió incrédula; Selnalla detectó un registro medroso en su voz —. Ya sé quién eres. El Señor de Anar-Mort, Selnalla.He recibido informes... La nigromancia no es un arte, sino una perversión contra los Doce y sus leyes sagradas, pongo el honor de mi familia por testigo que te entregaré a la Iglesia, que tanto tiempo te ha estado buscando. ¡Guardias!

—¿Iglesia, dices? ¿La misma que incineró a tu madre por las acusaciones de un noble ambicioso? ¿La misma que sonrió cuando Vendal asesinó a tu hijo y a los nobles de tus tierras? ¿La misma qué...?

Unos pasos metálicos reverberaron en la vacuidad del gran salón y varias alabardas se ciñeron sobre el nigromante.

Sola alzó una mano y los detuvo.

—Puedo devolverte a tu hijo —continuó, aprovechando el flaqueo de la reina —. Puedo devolverle al pueblo su rey, y a su rey la vida.

—«Herejía»... —murmuró, aunque esta vez para sí misma. Su hijo... ¿vivo de nuevo? ¿Era aquello posible? Recuperar lo que más amaba en el mundo, lo único que la ataba a la existencia, cuyo recuerdo la acuchillaba cada noche, cuyo rostro arrancaba hasta la última de las lágrimas que todavía no había llorado.


Ya no habría necesidad de preocuparse por ningún bastardo. Ya no habría que tragarse el orgullo de su linaje.

—No, reina de los Doce, no es herejía, si no «justicia». Justicia por el reino, por una madre sin consuelo y por un joven arrancado de su legítima existencia demasiado temprano. Justicia contra Vendal.

Sola calló y su silencio se prolongó durante un par de minutos que se hicieron eternos. Selnalla observó que los guardias aún estaban a unos metros de él, esperando para acatar cualquier orden. Pero aparte de aquella guardia real, no había nadie en el salón del trono; ningún consejero advenedizo que pudiera frustrar sus intenciones, ni un sólo noble vasallo que descubriese en sus palabras cuidadas unas intenciones más oscuras que las que prometía.

—¿C-cómo? —titubeó la reina, cuya determinación se rompía lentamente.

—El cuerpo y el alma son como una vela, majestad. Cuanto más dura la llama más se consume la cera, hasta que ambas se apagan. Pero hay un tercer elemento que jamás desaparece, el pie de la vela, el metal caliente, la mente. En el caso de vuestro hijo, la cera está casi entera, el metal; intacto, y sólo precisamos una pequeña chispa que encienda de nuevo la llama. Un esfuerzo tan miserable es encender esa llama que hasta el más tonto de los aprendices podría devolverte a tu hijo. Pero...

Hizo una pausa perfectamente meditada y continuó:

—Pero..., ¿verían los fanáticos de vuestra Iglesia, los cerdos amaestrados del arzobispo, con buenos ojos el regreso del rey? Me temo que no, por mucho menos ardió vuestra buena madre.

Sola entrecerró los ojos levemente.

—¿Y qué me pides?

—No quiero vuestro oro o plata, ni un título ni tierras que cultiven vulgares campesinos. Como dije, sólo quiero justicia, pero para poder hacer justicia ha de caer la Iglesia.

El silencio que sucedió a la aseveración de Selnalla adquirió un matiz más grave y oscuro que cualquiera de los que le habían precedido. Sola, aún pensativa, se sentó de nuevo sobre el lustroso trono e hizo un ademán para que los guardias volviesen a su posición inicial. Selnalla apenas insinuó una media sonrisa; ya estaba hecho.

—¿Hablas de arrancar la religión que mis antepasados, en gloria estén, practicaron durante siglos?

—Limitar los zarcillos de su influencia bastaría, desarmarla y desnudarla, remontarla a la humildad de sus orígenes, cuando su emblema era la fe y no la ambición superflua. Sólo así el rey será rey, y el reino uno y sano.

Abrió de nuevo los ojos y lo miró fijamente desde lo alto de su asiento.

—¿Me prometes que volveré a ver a mi hijo? —preguntó con los ojos vidriosos y el cuerpo temblando por los escalofríos que le surcaban la piel bajo el vestido negro.

—Verás a tu hijo y verás a sus enemigos ardiendo en la hoguera. Lo juro.

Sola Ysha se incorporó por segunda y última vez y se secó las lágrimas con toda la nobleza y solemnidad que pudo. Tras aquella pantalla de agua, Selnalla descubrió una voluntad de hierro.

—No voy a arrebatarle ningún poder a la Iglesia. Voy a desmantelarla.

PRISMA: La Corona de los InfielesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora