2- Adrilia

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Adrilia. Necrópolis quelmana. 15 de Junio de 1223 d.D.

Unos ojos sombríos, cansados después de una eternidad de cautiverio, resplandecían en la tenue oscuridad. La boca de Adrilia se torcía en un gesto de desconfianza. A su alrededor, los desvelados se arremolinaban frente a la lápida que sellaba la salida.

—Ni en mil años hemos conseguido derribar estos encantamientos —masculló Cunivena su lado. Adrilia detectó una nota de aprensión en su voz, no era para menos; después de más de cuatro mil años encerrados en aquel túmulo, alguien, desde el exterior, estaba echando abajo los encantamientos protectores que los separaban del mundo —. ¿Quién podría reunir un poder semejante?

Adrilia apenas se volvió hacia ella. No dijo nada. La que en su día había sido su más hermosa damisela, no era más queuna mofa a la belleza de la que había presumido en vida. El cabello, azabache en el pasado, había mudado en una suerte de mechones lacios y apelmazados que caían como frutos obscenos sobre una espalda famélica. La piel, que había sido blanca en un principio, se había tornado del color de la ceniza.

En otra época tal vez se hubiera escandalizado ante una visión como aquélla, pero la Adrilia del presente había perdido la inocencia hacía mucho. La habían obligado a hacerlo. En aquel túmulo ya no quedaba nada de los quelmana que habían sido; solo monstruos.

Un ruido al otro lado de la lápida captó de nuevo su atención. Los elfos grises dieron un paso atrás, intimidados. En la atmósfera viciada de la prisión, el aire anémico se había cargado de expectación.

Paciente espera. Nada sucedió.

—Picas al frente —ordenó Adrilia. Su voz, tan fría que nadie se atrevió a cuestionarla, sonaba como una orquesta de instrumentos desafinados. En la vacuidad de la cámara tuvo que esperar varios segundos a que muriese el eco antes de continuar —. Arqueros detrás.

Los desvelados obedecieron y la turba se agitó y reorganizó. Cuniven extrajo una flecha del carcaj y preparó su arco.

—¿Podría ser tu padre? — Preguntó mientras tensaba la cuerda. Su voz apenas había sido un murmullo; como a todos, a Adrilia no le gustaba recordar los buenos años. La carga emocional era insoportable.

Escupió a un lado el veneno que rezumaba su alma.

—No —dijo después de un largo y reflexivo silencio —. Ellos construyeron esta prisión. ¿Por qué habrían de liberarnos? No confiarían en nosotros ni aunque el mundo estuviese acabando.

—No solo nos encerraron en este túmulo para proteger al mundo de nosotros; también para protegernos a nosotros del mundo —le recordó Cuniven —. Y en todos estos siglos hemos aprendido a doblegar nuestros instintos. Sabes tan bien que como yo que no somos una amenaza.

Esta vez Adrilia se volvió del todo hacia Cuniven, encarándola. Los pozos de oscuridad que eran sus ojos chisporroteaban con una ira sorda.

—No es mi padre ni ningún otro quelmana. —Repitió por última vez con una voz cansada, llena de reproches. Fue lo último que dijo antes de desaparecer entre la multitud, dando por terminada la conversación.

Cuniven agachó la cabeza. Tenía la expresión abatida. Habría llorado en aquel mismo momento si acaso, después de siglos de martirio, le quedase alguna lágrima que llorar. La que en su día había sido la dulce, aunque determinada, princesa y general de los quelmana, su amiga y confidente, se había convertido en un personaje frío y calculador, desvinculado de toda emoción o recuerdo. Implacable.

PRISMA: La Corona de los InfielesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora