Giro de Fortuna

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El mayor miedo de Miguel era ser olvidado.

Desde pequeño, escuchando las historias de los grandes de España, de reyes y capitanes, de aventureros y conquistadores de tierras nunca antes vistas, el afán de la aventura ardía en su joven pecho colmado de sueños.

La mañana en la que dejó su aldea —todo cuanto había conocido en su breve vida, pero demasiado pequeña para saciar su sed de descubrimientos— hizo un juramento. Y juró que él, Miguel, sería como todos aquellos hombres y mujeres de los que siempre había oído hablar. Que, algún día, serían sobre él las historias que se contasen por los caminos, de venta en venta y de boca en boca.

Algún día, él también sería grande.








Fácil decirlo, pero Miguel no tenía forma alguna de ganarse la vida.

Lo supo cuando llegó a Toledo, tras unas primeras horas de emoción que le hicieron olvidar el cansancio del viaje y la preocupación acerca de su porvenir. La imponente ciudad amurallada de las tres culturas había conseguido distraerlo durante un tiempo, pero pronto, cuando tuvo hambre y reparó en su escasez de provisiones, cayó en la cuenta de que debía buscarse su propio lugar en esa urbe, en la que, a diferencia de su aldea, nadie lo conocía ni se apiadaría de él si acababa desamparado en las calles. A partir de entonces, como ya había aceptado antes de partir, era él solo contra el mundo, y era él, sin ayuda de nadie, quien debía buscarse su propio sustento.

El padre de Miguel había sido un diestro sastre, profesional y de gran talento. En la aldea, Miguel había crecido aprendiendo aquel oficio, aspirando a unirse al gremio del lugar cuando creciera y, algún día, convertirse en el maestro del taller que dirigía su progenitor. En una ciudad grande como Toledo, sin embargo, la gente no acudía a muchachos como él para arreglar sus ropas, mucho menos los señores principales, con sus elaborados trajes y prendas de todos los tintes y texturas. Tampoco tenía oportunidades en lo que respectaba a la confección: su vestimenta sencilla y desmejorada denotaba su origen humilde, de plebeyo, y nadie creía que un chico pordiosero pudiera tener buen ojo para las telas y los vestidos de moda.

Así, Miguel no consiguió encontrar una clientela estable en la ciudad. A pesar de sus esfuerzos y su duro trabajo, no pudo hacerse hueco en aquella sociedad llena de competencia para ganarse la vida honradamente, como le habría gustado.

De modo que se vio obligado a buscar una alternativa.

Miguel se había criado en una aldea con un gran sentido del honor y la comunidad, pero era un muchacho de la opinión de que la prioridad por encima de ninguna otra era procurar la propia supervivencia. Quizás por esa razón no se sintió especialmente apesadumbrado cuando llegó a la conclusión de que su única forma de seguir adelante era dedicarse al pillaje. Después de todo, en los tiempos que corrían las ciudades estaban llenas de ladrones. ¿Qué importaba que hubiera uno más? Prefería unirse a esa gente que no al inabarcable número de mendigos que poblaban las calles.

Su experiencia como sastre dio fruto: con sus tijeras, en las calles concurridas, Miguel se deslizaba ágilmente entre la multitud y obtenía de un rápido tajo las bolsas de dinero que los transeúntes descuidados llevaban atadas al cinto. Tuvo éxito. Las monedas que "ganaba" se contaban por decenas cada día, sin que por ello su persona corriera riesgo de ser descubierta.

... Hasta que lo hizo.

El día en el que un guardia en el que no había reparado lo descubrió en plena faena y estuvo cerca de ensartarlo con su estoque mientras huía, Miguel se dijo que quizá no era tan buena idea permanecer en Toledo. Para empezar, unas monedas no merecían poner en peligro la vida, y, para continuar, su cara no tardaría en hacerse conocida de muchos a ese paso. Además, el mundo estaba lleno de cosas que ver, de lugares por descubrir, ¿no era así? Estaría cometiendo una grave falta hacia su espíritu curioso si se quedaba en un solo lugar demasiado tiempo.

La ruta hacia La Era [MiguelxTulioxChel]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora