La Nueva Era

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El fuego crepitaba suavemente en la oscuridad de la noche. Las llamas, cálidas y oscilantes, dejaban escapar pequeñas chispas de luz que se perdían en el aire, una ligera cortina de humo ascendiendo hacia el cielo entre la cubierta verde que ocultaba su vista, parcialmente, a la joven junto a la hoguera.

Chel, sentada sobre una ancha roca frente a la pequeña pila de madera ardiente, contemplaba la fogata en silencio, el cuerpo inclinado hacia delante mientras se abrazaba las piernas y apoyaba la mejilla en un brazo. Por su postura, relajada pero inmóvil, habría sido difícil adivinar cuánto tiempo llevaba así, si unos minutos u horas enteras. En cualquier caso, permaneció de esa forma un poco más, hasta que otra figura apareció en el lugar y se acercó a ella.

—¿Puedo acompañarte?

Chel alzó la cabeza para mirar a Miguel, que venía de alguna parte del bosque circundante y esperaba su respuesta con una expresión amistosa en el rostro. Asintió, haciéndose a un lado para dejar que se sentara junto a ella en la roca, y Miguel le sonrió y lo hizo. El recién llegado extendió los brazos hacia la fogata para entrar en calor, frotándose las manos: esos bosques eran cálidos por lo general, pero, durante la noche, las temperaturas bajaban considerablemente, y la humedad solo acentuaba el efecto.

Permanecieron un rato en silencio.

—¿Qué tal Tulio? —preguntó Chel, girándose hacia Miguel con una pequeña sonrisa divertida—. ¿Ha estado disculpándose otra vez?

Miguel rio, asintiendo.

—Más o menos. —Chel rio un poco también, sacudiendo la cabeza, y Miguel se encogió de hombros—. Aunque no hace falta que lo haga: hace tiempo que lo he perdonado.

—Bueno, aunque sea así, no hay prisa en decírselo, ¿no te parece? Quizás puede seguir sufriendo un poquito más.

—Te diviertes con esto, ¿eh?

—Un poco. ¿Tanto se nota?

Ambos rieron juntos una vez más, pensando en la extraña actitud de su compañero. Tulio había estado comportándose de una forma extraña en los últimos días, desde que se habían marchado de El Dorado tras salvar la ciudad y librarse definitivamente tanto de Tzekel-Kan como de Cortés y los suyos. Habían pasado varias semanas desde entonces, semanas durante las que los tres, junto con su fiel Altivo, habían estado viajando sin mapa ni plan alguno por la espesura tropical de los bosques, explorando cada confín y viviendo nuevas aventuras cada día.

Era una expedición dura, llena de imprevistos y de peligros desconocidos no solo para Miguel y Tulio, sino también para Chel, que nunca hasta entonces había salido de la ciudad de oro. Precisamente porque nunca había conocido nada más allá del lugar que la había visto crecer, la joven parecía en todo momento la más entusiasmada de los cuatro, la que más aguantaba las fatigas del viaje y la primera en alentar a sus compañeros para que continuaran con su camino cada día. Ya desde el principio, en realidad, Chel había demostrado ser la que más energía tenía, desde que el mismo momento en el que salieron de El Dorado y se pusieron en marcha, rumbo hacia un horizonte de posibilidades infinitas. A Miguel le divirtió recordar cómo Chel había montado inmediatamente sobre Altivo y se había entusiasmado tanto que casi no se dio cuenta de que, al encabritarse el corcel, Tulio y él habían caído al suelo, quedándose atrás hasta que pudieron alcanzarlos de nuevo.

En ese momento, mientras hablaban, Miguel miró a su socia, contemplando cómo la luz anaranjada del fuego iluminaba su rostro. No sabía mucho sobre Chel ni sobre sus razones para querer abandonar El Dorado, pero le alegraba verla tan feliz ahora que estaban en el exterior. Podía ver la forma en la que Chel se entregaba a cada aventura como si fuera alguien a quien se hubiera privado de algo durante años, y que se lanzara a por ello ahora que por fin tenía una oportunidad. A Miguel le recordaba vagamente a sí mismo, años atrás, cuando había abandonado su aldea siendo tan solo un muchacho. Desde entonces habían pasado muchas cosas y, si bien Miguel seguía amando la libertad y la forma en la que él controlaba su propia vida, era cierto que ya no sentía un impulso tan alocado hacia lo desconocido como en aquel entonces. Por eso siempre sonreía levemente, enternecido, cada vez que los cuatro reanudaban su viaje y veía ese brillo especial en los ojos de Chel, una chispa de impaciencia y de emoción que iluminaba todo su semblante, dándole un aspecto más joven y casi irreconocible.

La ruta hacia La Era [MiguelxTulioxChel]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora