Palabra de socio

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—¡Siete!

La estridente proclamación llenó el lugar, provocando un eco de exclamaciones igualmente ensordecedoras tras ella. Los gritos se mezclaron y confundieron unos con otros en el aire, una amalgama teñida de entusiasmo, por parte de unos, y de pesadumbre, por parte de otros. Pronto, la pequeña plaza se llenó de alboroto, colmando el ambiente de la ya de por sí animada ciudad.

—No, no es posible... ¡Exijo repetir la jugada!

—Yo diría, sin ánimo de ofender, que es tarde para eso, ¿no creéis? ¿O no habéis empeñado ya todo vuestro dinero en la partida?

Al desventurado jugador, un hombre grande de aspecto terco, no le quedaba, efectivamente, ni un maravedí encima. No aceptaba, sin embargo, su derrota, componiendo una expresión iracunda al tiempo que señalaba acusadoramente a su interlocutor.

—¡Has tenido que hacer trampas, mozo! ¡Es imposible que hayas podido ganarme tantas veces!

El ganador de la partida había adoptado una actitud tranquilizadora, tratando de sosegar los ánimos del incrédulo jugador. En ese momento, otro hombre se sumó a la disputa, acudiendo en la ayuda de su compañero.

—Tenéis mal perder, amigo. ¿Por qué no lo dejáis estar? O quizás preferís solucionar esto de otro modo...

El arisco perdedor se giró hacia el joven que acababa de hablarle, mirándolo con recelo.

—¿A qué te refieres, chico?

—A un duelo, por supuesto.

Los dos, el perdedor y el ganador de la partida, miraron al de la propuesta con desconcierto. No obstante, mientras que la sorpresa del primero se transformó rápidamente en una mueca de oscura satisfacción, el semblante del otro permaneció horrorizado. Una expresión de pavor que se tornó en una de ira mientras su compañero se acercaba a él y le arrebataba los dados con los que tan justamente había ganado la partida.

—Ya has oído, compañero. A la lid.

—Conque esas tenemos, ¿eh?

—¿Cómo dices?

—¡Sabes muy bien qué pasará si lucho contra este hombre! Me queda bien claro, solo con verlo, que él es mucho más diestro que yo.

El perdedor de la partida pareció complacido con aquella afirmación. Tanto que no reparó, ni tampoco ninguno de los presentes, en cómo el mediador intercambiaba los dados que había usado su compañero —en un movimiento casi imperceptible— por otros idénticos que llevaba en la casaca, al tiempo que "devolvía" los nuevos a su propietario, un jugador que había perdido más pronto. No: la atención del perdedor la ocupaba completamente su contrincante, cuyas ganancias tenía la esperanza de recuperar con el curso de los acontecimientos.

—Oh, ¿es así? —inquirió el mediador inocentemente—. No había reparado en ese riesgo.

—Claro que lo habías hecho, ¡miserable! —le increpó su compañero, que parecía sentirse traicionado—. Esa es la razón por la que lo has propuesto, ¿verdad? ¡Para distraer a este buen hombre con la pelea y, ya que estás en ello, librarte de mí y huir tú solo con el dinero!

El mediador se llevó una mano al pecho, ofendido. Mientras tanto, la pequeña multitud que había presenciado la partida se había agolpado en torno a ellos, e incluso había aumentado en número, las gentes del barrio acercándose con curiosidad al oír los gritos de la plaza.

—Hieres mi orgullo, compañero. No puedo consentir este atentado contra mi honor.

—Es claro lo que debemos hacer, pues. Escoge tus armas: ahora este duelo es entre tú y yo.

La ruta hacia La Era [MiguelxTulioxChel]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora