Amor y chocolates

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Estábamos en plenos exámenes finales y ese lunes nos tocaba Literatura Española con la profesora María Luisa Roel. Hay personas –muy pocas, es cierto– que no necesitan hacer o decir nada, basta con verlas para saber que son buenas. Nuestra profesora era una de ellas. Adorábamos su curso, pero ni Miluska ni yo habíamos logrado estudiar a tiempo. Íbamos al salón para rogarle que el próximo miércoles nos examine junto a un grupo de alumnos de otra sección, cuando escuchamos un silbido a nuestras espaldas. Era Néstor. Venía balanceando su maleta de un lado a otro, mientras entonaba una canción. Nos quedamos espantadas: nunca lo habíamos visto tan contento.

Gracias a Dios, la profesora aceptó y cuando terminó el examen, acompañé a Miluska a comprar café en el quiosco de la facultad. Tal vez no existan las llamadas "coincidencias", tal vez solo sean un modo de ver con precaución nuestro destino, el afán de creer que no todo está escrito, aunque la verdad sea otra. Sabía que Néstor estaba en una de las bancas del Patio de Letras, pues distinguía su voz y la de su amigo Thor conversando animadamente, y mientras caminaba con Miluska, luchaba contra el deseo de volverme a mirar. Cuando llegamos al quiosco, vi tanta gente que decidí esperar a un costado. Sentí que me hundía en el piso cuando escuché cómo las voces de Néstor y de Thor se iban acercando, hasta comprobar, con terror, que se detenían a mi lado, guardando ahora el más absoluto silencio. Allí estaban los dos, calladitos, sin pedir nada, y yo buscando furiosamente un tema de conversación; en eso, pasó uno de sus amigos y ambos prorrumpieron en exclamaciones de gozo, preguntándole a dónde iba o si podían encontrarse el sábado, a lo que el otro respondió con idéntico entusiasmo. Yo, como tonta, repetía en voz baja cuanto decían y aun me descubrí asintiendo a cada una de sus frases, como si intentara aclarar su significado, tal era la confusión de mi mente. Volvieron a quedar callados. Me preguntaba si alguien desde las bancas pudo verme hacer tamaños visajes, y la voz de Thor me sacó de mi marasmo:

–¡Señora!, ¡un "Mostro" (4), por favor! –le dijo a la mujer del quiosco.

La sola idea de verlos marchar sin dirigirles la palabra, me hizo pensar rápidamente en un tema, y luego de respirar varias veces para despejarme, indagué, con el aire más ingenuo:

–Ustedes... ¿dieron el examen de Literatura Española?

Hubo un momento de estupor, cuando al fin respondió Thor:

–¡Cómo!, ¿no entraste?

No esperaba una repregunta, así que contesté con un hilillo de voz:

–No, lo daré el miércoles.

Thor se agachó con gesto paternal para escucharme:

–Entonces, ¿el miércoles?

–Sí... –miré a Néstor desde el mismo borde del infierno–: ¿estuvo difícil?

Lo vi entrecerrar los ojos como si modelara un lente de aumento, sus labios eran dos líneas blandas que se movían escasamente:

–No –y arrugó el entrecejo; enseguida empezó a detallarme las preguntas del examen, sin advertir que yo en ese momento era incapaz de escucharlo. Era extraño: sus rasgos se habían suavizado al punto de transmitir una serenidad contagiosa, pero sus palabras tenían la precipitación de lo inesperado, como si, de pronto, descubriera mi interés por él y eso agolpara sus pensamientos. Me fascinaba el contraste entre su aspecto tranquilo y el ritmo acelerado de su voz... Thor nos interrumpió con suma dureza:

–¡Pero no!, ¡no tomaron eso! –y frunció las violentas cejas bajo el cerquillo dorado–. Vinieron tres preguntas: la novela pastoril, la picaresca y la poesía religiosa. Nada más.

No tenía fuerzas para ver la reacción de Néstor.

–¿Eso fue todo?

Néstor nos volvió la espalda y fue a pedir algo al mostradorcito del quiosco. Cuando volteó a mirarnos, advertí que estaba dominado por la desesperación. No quería importunarlo ni hacerle ver mis profundas ansias de hablarle, y solo atiné a agregar:

–No duraría mucho...

–Poco más de media hora –dijo Thor–. Aunque fui uno de los primeros en salir.

Thor se mostraba muy amable, pero debió preguntarse el motivo de aquella charla. Me despedí dando las gracias y, antes de irme, vi que Néstor se había quedado inmóvil, con la mano extendida junto a la ventanilla del quiosco. Podía intuir su angustia. Creo que de ser posible se hubiera echado a llorar ahí mismo, de impotencia. Yo me sentía igual y al mismo tiempo notaba un inmenso alivio por haberlo escuchado.

Salí con Miluska de la facultad y nos encontramos con Dina, Gaby, Jamir y Víctor. Jamir es muy tímido, hay que sacarle la información a puchitos. Si está en confianza, platica con total desparpajo de cine, libros y música; conmigo nunca. Víctor es alegre y nervioso como un niño y siempre da la impresión de estar desvalido. Tiene una sensibilidad a flor de piel. Nos despedimos en la rotonda. Allí dio la casualidad de que Dina y yo nos adelantamos a un tiempo para besar a Víctor y él, en lugar de avergonzarse, cerró los ojos y nos esperó, quietecito, con una sonrisota. Dina casi le pega con su cartera y yo estuve lanzando carcajadas a diestra y siniestra, aun después de abandonar la universidad. Afuera, Miluska me agarró del brazo y me gritó:

–¡Cómo!, ¿no te diste cuenta?

–¿De qué?

–Néstor estaba en la rotonda.

Su nombre me sacudió como una descarga eléctrica.

–¿Cuándo?

–Cuando nos despedíamos de Víctor. Estaba solo y parecía esperar a alguien...

Recordé la escena melosa de la rotonda y estuve a punto de zarandear a Miluska como una banderola:

–¡Y por qué no me avisaste!

–Traté de hacerlo, pero estabas tan ocupada riéndote con Víctor, que fue imposible.

Con razón me sentí violenta al momento de besarlo, debí intuir que me observaban.

–¡Te voy a matar! –grité. Salí corriendo en dirección a la facultad, y, para variar, llegué demasiado tarde: Néstor ya no estaba.


(4) Mostro: Chocolate relleno con maní y caramelo. 

Ola de OtoñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora