Compta amb mi, Xavier

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ALFRED:

Oigo los truenos de fondo. La luz de un relámpago ilumina fugazmente la habitación y el sonido de la lluvia contra el suelo del parking del hospital se oye un poco más fuerte.

Mi hijo se remueve entre mis brazos. Miro la hora en mi móvil, ha mamado hace solo un rato así que no puede volver a tener hambre.

— ¿Tú también quieres mimos, pequeño?

Así que vamos al sofá, me desabrocho los botones de la camisa que llevo y lo pongo sobre mi pecho calentito. Un trueno resuena afuera y me sirve de prólogo antes de empezar a cantarle muy bajito, casi susurrando.

Compta amb mi en l'últim sospir de la nit, en el primer alè del dia. Als teus llavis, quan badallis, compta amb mi. (Cuenta conmigo en el último suspiro de la noche, en el primer aliento del día. En tus labios, cuando bosteces, cuenta conmigo).

Mi hijo abre poco a poco los ojos y me mira. No puedo evitar llenarme de amor. Tiene la misma mirada que Amaia, los mismos ojos grandes y expresivos que caracterizan a su madre me escrudiñan, y a pesar de que sé que los bebés recién nacidos no tienen buena vista y no ven un pimiento a un palmo de sus narices, siento que me reconoce. Quizás sea por el olor, por el calor corporal que le proporciono o porque reconoce que mi voz es la misma que le cantaba cuando estaba dentro de ella. Quizás algo dentro de él le haga saber que yo soy su papá, igual que algo dentro de mí me dice que él, junto con su madre y su hermana son lo más preciado que tengo en esta vida.

Compta amb mi quan s'oxidin els dies i si la boira entela els vidres dels teus somnis, quan no els trobis, compta amb mi. (Cuenta conmigo cuando se oxiden los días i si la niebla empaña los vidrios de tus sueños, si no los encuentras, cuenta conmigo).

Me doy la vuelta y la miro: Amaia sigue dormida en la cama. El moño que le adorna la cabeza está parcialmente torcido y de él se le escapan algunos rizos por aquí y por allá. Tiene la boca entreabierta y un hilillo de baba le nace del labio y aterriza sobre la sudadera gris que lleva puesta encima de la ropa del hospital. Su sudadera gris. Mi sudadera gris.

Me acerco a ella y con cuidado de no despertarla, le acaricio la mejilla. La pobre está agotada: casi 36 horas de parto han sido extenuantes, física y emocionalmente.

Cuando Amaia rompió aguas, hace dos días por la tarde, nadie nos avisó de que este pequeñín, que por cierto acaba de hacerse caca, iba a hacerse tanto de rogar.

Recuerdo cómo llevaba a Emma en volandas, enrollada con su toalla azul porque acababa de salir de la ducha, de camino a su cuarto. Mi intención era ponerle el pijama, que pusiéramos la mesa mientras Amaia terminaba de cocinar, cenar, beso, cancioncita y a dormir. Entonces empezaría nuestra noche. Noche de manta, palomitas y peli, y mimos, muchos mimos.

Sin embargo, el hecho de salir al pasillo y encontrarnos a Amaia con una mano sobre la barriga, cara de susto y un charco de agua en el suelo, nos hizo cambiar de planes. Dejamos a la pequeña con Javier y Eva antes de marcharnos al hospital y fue entonces cuando empezaron las contracciones.

Un ingreso, cinco horas y medio centímetro dilatado después, Amaia empieza a notar que esto va para largo, así que la ayudo a darse una ducha caliente, que parece que funciona. Recuerdo pensar "venga, vamos bien, en un ratito niño fuera".

Ingenuo de mí.

Las contracciones se paran con la ducha, Amaia logra descansar y consigue dormirse un rato pero la ginecóloga termina por ponerle oxitocina para provocarle más contracciones y cómo me siento un poco inútil al ver que no puedo colaborar, decido poner música. Algo hace clic en Amaia y como la mujer más especial que es, nos ponemos a bailar. Superamos contracción tras contracción y a la hora de comer, cuando parece que todo va sobre ruedas, pasa la matrona a revisarla.

Petit InfinitDonde viven las historias. Descúbrelo ahora