EL JUEGO DE LAS ALMAS

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Primero, quiero pedirle disculpas a todos los que están leyendo esto. De verdad lo lamento.

Estoy viniendo a ustedes en un momento de necesidad. Lo único que pido de ustedes es que lean la historia completa, eso es lo único que necesito.

Mi nombre es Andrea, soy una madre soltera.

No les digo esto con el propósito de recibir una medalla o de que me feliciten como muchas otras del círculo social al que pertenezco. Ellas sólo quieren palmaditas en la espalda y que les den reconocimiento; sólo quiero algo de tu tiempo.

Veo a la maternidad como un fastidio. Es algo necesario, sí, pero es algo fastidioso también. Mi hijo se llama Jesse. Tiene once años.

Jesse comenzó el quinto grado como cualquier otro niño. Él era un chico muy alegre, lleno de vida y con mucha energía.

Todo eso cambió cuando conoció a Stan este martes.

Stan era un estudiante que había acabado de ingresar al colegio. Se sentaba al lado de Jesse.

Cuando fui a recoger a Jesse de la escuela él no paraba de decirme que Stan era su nuevo mejor amigo. No parecía actuar como él mismo. Estaba muy pálido y sudoroso. Le tomé la temperatura, pero no tenía fiebre. Le pregunté cómo le había ido en el colegio, pero lo único que decía era que Stan era su mejor amigo.

“Stan es mi nuevo mejor amigo” Decía Jesse.

“Lo sé, quisiera conocerlo alguna vez” Le respondía yo.

“Mamá, Stan es genial. Debería presentártelo alguna vez. Es mi mejor amigo. El mejor amigo de todo el mundo entero.”

Tuvimos esa misma conversación unas cien veces ese mismo día. Cuando acosté a Jesse en su cama, él me miro con lágrimas en los ojos. Puso su mano enfrente de su cara y me señaló con el dedo para que me acercara un poco.

Volteé mi cabeza y él me dijo algo en la oreja que me dio un pequeño escalofrío. En ese momento no sabía porque me dio un escalofrío, pero lo hizo.

“Tú me crees. ¿Verdad?” Me susurró.

Me levanté de la cama para poder verlo de frente. “¿Qué si te creo qué, cariño?”

“Stan,” Respondió. “Stan es mi mejor amigo.”

Asentí con la cabeza y le volví a tomar la temperatura.

No parecía tener fiebre, de nuevo.

Me fui a mi cama, pero en realidad no pude dormir bien esa noche.

El miércoles, cuando iba en camino de llevar a Jesse al colegio, se le veía muy extraño, me dijo que no quería ir a la escuela hoy.

“¿Te sientes mal?” Le pregunté.

“No” me contestó. Se estaba mordiendo el labio inferior de manera muy extraña. Nunca lo había visto tan nervioso. “No. Tengo que ir a clases.”

Abrió la puerta del auto y se fue directo a la entrada de la escuela.

Sin decirme te quiero.

Ni siquiera un adiós.

Nada.

Caminó hacia la entrada del colegio con la cabeza baja. Presioné los frenos y di media vuelta para dirigirme al trabajo.

Un niño estaba parado enfrente de mi carro. Dos segundos más y lo hubiera arrollado. El chico era pálido, con un cabello de color amarillo casi blanco y ojos de azul claro. Dio unos golpes en la parte delantera del auto como si fuera una puerta dos veces, me saludó, y subió las escaleras camino a la escuela.

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