Martina.
Se hallaba en un dilema. A raíz de aquel incidente, se vería forzada a tomar decisiones cruciales. La primera de ellas, indiscutiblemente, era que debía presentar su renuncia el próximo viernes, sin excepciones.
No obstante, el mero acto de susurrar esta resolución le provocaba un temor tan abrumador que podría compararse al de un animal aterrorizado. Al reflexionar más profundamente sobre la situación, se dio cuenta de que ese miedo no era en absoluto comparable con la incomodidad de permanecer en ese lugar, simulando que el comentario hiriente no la afectaba.
Siendo sincera consigo misma, admitió estar sumida en la confusión. No podía estar segura si la marejada de pensamientos era simplemente una respuesta momentánea o un sabor amargo que persistiría los próximos diez anocheceres y sus respectivos desvelos.
De cara al futuro, se prometió a sí misma quizás no dormir tanto y, desde luego, cerciorarse de llegar puntualmente. También se aseguraría de que sus medias estuvieran en buen estado antes de enfrentar el trajín cotidiano. No deseaba volver a encontrarse con otro individuo desagradable y burlón que señalara sus medias desgarradas y deterioradas.
Al recordar el momento, una erupción volcánica nacía desde su estómago hasta su boca. Odiaba a André Bernal, de verdad que sí lo odiaba.
Las mejillas de Martina ardieron ante el comentario del gerente, pero no como una sensación agradable, sino más bien como un malestar enfermizo. Deseaba expresar muchas cosas que había guardado desde que aquel jovenzuelo insolente la desafió abiertamente a un duelo, mencionando lo del café, los días de descanso y hasta el incidente en el que ella se golpeó la cabeza. La mención de las medias solo vino a intensificar su desasosiego.
—Voy a ir a comer —murmuró cuando miró que el reloj de la computadora daba las cuatro en punto.
—¿A dónde va a ir? —curioseó el gerente sin levantar la vista del monitor.
Martina acomodó la silla frente al escritorio y buscó en la bolsa de su saco el teléfono celular. Había un mensaje de Silvia que no respondería porque ya sabía que tenía en palabras mayúsculas la pregunta que todo el mundo se estuvo haciendo por la mañana, cuando vieron a la ejemplar señorita Domínguez desfilar por los pasillos como alma que lleva el diablo. Se quitó las gafas y apretó sus ojos con los dedos, el cansancio la estaba matando de jaqueca y hambre. Aunque soportaría un poco más si fuera don Guillermo quien estuviera tras aquel escritorio viejo y descarapelado. Sin embargo, el buen Guillermo no volvería a esa oficina por toda la bendita eternidad.
—Al centro comercial —señaló al tiempo que se colocaba de nuevo las gafas —. Regreso en una hora.
Los ojos marrones del hombre la miraron fijamente. Tal vez no le daría una hora para comer porque había llegado tarde o porque lo ignoró por la mañana, en el peor de los casos sería como una niñita pequeña a la que sus profesores la regañaron por jugar en el lodo cuando se le advirtió que eso estaba prohibido. ¡Ay, Dios! Aquel mentecato debía ser uno de esos que no cobran venganza al momento, más bien la guardan con recelo hasta tener la oportunidad.
Y para André Bernal había llegado la oportunidad.
André se puso de pie de golpe y cerró la laptop.
—¿Qué se supone que hay en el centro comercial? —preguntó.
Martina percibió que de ese momento no saldría nada bueno. Ella nunca había estado equivocada, y eso la hizo tener mucho miedo de lo que podía pasar. Los animales más venenosos y mortíferos venían presentados en una envoltura de belleza descomunal, así como aquel hombre que parecía no perder la sonrisa.
ESTÁS LEYENDO
Mi querida señora
Romanzi rosa / ChickLitMartina siempre ha seguido las reglas. A sus 50, su vida es tan ordenada como las carpetas color codificadas de su oficina. Pero cuando su nuevo jefe André, un espíritu libre 25 años menor, irrumpe con su vibrante optimismo, el mundo perfectamente p...