1.

182 3 0
                                    



Si el sol siendo tan grande y vital se oculta, ¿por qué no podría yo desear irme de la vida?

¿Qué actitud debe tenerse ante la soledad que uno mismo se provoca?

Yo la busqué. Incluso podría decir que la forcé a estar en mi vida, ¿cómo podría gritarle que se vaya?

Tal vez si tuviera una madre... o si tuviera hermanos. O si mi padre no quisiera usarme como títere todo el tiempo... Entonces tal vez, la soledad se iría por cuenta propia.

Recuerdo que en esas ideas vagaba mi mente un 13 de agosto, entonces una vocecilla sin mucho volumen me dijo: "Tal vez si miras por la ventana".

Lo hice.

Aun si fuera 1858, cuando Santa Anna decretó un impuesto por tener ventanas, hubiera estado dispuesto a convertir toda aquella vieja pared en una enorme y traslucida ventana, sólo para encontrarme con el resplandor moreno de la paz personificada.

¡Oh, Mi Sol!, ¡cuán grande tu bondad de no cegarme con tu resplandor y morir de anhelo por verte, mujer mía!

Me asomé al mundo ese miércoles. Encontré al cielo naranja, el baile sincronizado de los pinos y un anhelo de algo más que mi vacío.

Mi vista divagó unos segundos en el crepúsculo y sin darme cuenta, llegué hasta la ventana del edifico al frente de mí, el número 23 del edificio 6.

Había una mujer, con los ojos clavados en la huida del sol, una sonrisa envidiable y el pelo siendo acariciado por el viento. Con aquella luz su piel tenía destellos en bronce.

No pude dejar de mirarla con unas ganas enormes de preguntarle cómo podía sonreír con tanto júbilo sólo al presenciar el atardecer, algo que pasa todos los días, casi a la misma hora. 

¡Es absurdo! 

Cerré la cortina disgustado, ahora puedo admitir que en realidad sentía celos. 

CrepúsculoWhere stories live. Discover now