La noche la consumía, el aire helado llegaba hasta lo más profundo de su alma. Las estrellas y la luna parecían burlarse de sus sentimientos y de cuánto había llorado.
Era la quinta noche que el insomnio la había atormentado, y la quinta noche en la que se la había pasado llorando para intentar dormirse.
El miedo la atormentaba. La tristeza la embebía. El amor la hundía aún más. Se preguntaba por qué a ella, por qué tenía que sentir tanto dolor en su corazón.
Se miraba al espejo y todos los defectos que creía tener se veían reflejados por aquel cristal engañoso que sólo hacía que sienta la pena más grande y más pesada que jamás nadie había tenido.
Parecía que aquella noche sería interminable y que no dejaría a sus ojos descansar de las lágrimas.
Era cierto que los monstruos, de los que su madre le contaba cuando era niña, vivían en la noche para atormentarla pero lo que ahora sabía era que ellos vivieron siempre en ella y ahora la perseguían más que nunca. Los quería sacar, le daban miedo, pero ya se había acostumbrado tanto al miedo que era casi una costumbre tener que soportarlos noche tras noche.
Uno de ellos estaba siempre enojado y rasgaba los brazos de la pobre chica, otro estaba siempre triste y la obligaba a llorar con el, otro estaba desesperado y hacía que ella dejara de respirar para él poder hacerlo, otro era el más hambriento y evitaba que ella comiera cualquier cosa para que sufra lo que él; pero había uno, el más fuerte de todos estos, el que engloba todo lo malo y el que dirigía todo lo que los demás monstruos hacían, este monstruo había tomado sede dentro de los pensamientos de la pobre chica y podía hacer que ella vea y sienta cosas que quizás no eran real, y él aparecía cada noche y cada vez que ella se veía reflejada por algún espejo.
La noche era de los monstruos y no la dejaban dormir. La noche era sumisa del aire helado que entraba en su cuarto sin piedad algún. La noche era de todos menos de ella, que la necesitaba más que nunca para poder escaparse un rato de su día.
