En el caluroso verano de 1998 paré el coche frente al jardín de mi novia. Para mi sorpresa, bajo la marquesina del porche, no sólo estaba Nuria esperándome, también su hermana mayor. Nuria y yo habíamos planeado durante semanas pasar unos días juntos en una vieja casa de mis padres en la montaña; en ningún caso entraba en nuestros planes la presencia de su hermana.
Nuria se acercó rápidamente a mi ventanilla con gesto compungido. En ese instante, al escuchar su tierno tono de voz, entendí que algo iba a estropearlo todo. No pude hacer nada para remediarlo; con mucha mano izquierda, Nuria me comentó que Teresa, que esperaba detrás de ella con las mejillas sonrojadas, se sentía muy afligida. Había discutido de manera terrible con su marido y, asustada por sus reacciones, le rogaba que no la dejara sola en el momento que más la necesitaba.
Sin que Nuria diera pie a ningún tipo de discusión, cargué las pesadas maletas en el maletero y subieron al coche. Teresa, muy apurada, me agradeció una y otra vez que le permitiera acompañarnos. Yo me encontraba visiblemente enfadado, y con Teresa presente no podía recriminarle a Nuria su decisión.
A lo largo del trayecto, Teresa me comentó las innumerables discusiones que había mantenido con su marido y cómo, al parecer, tenía él toda la culpa de sus problemas. Nuria, sentada a mi lado, observaba cansada el paisaje. Parecía haber escuchado la historia muchas veces, ese mismo día y la noche anterior. Su piel morena sudaba por cada poro de su cuerpo, estaba empapada, despeinada y mal vestida por las prisas. Aún así, su belleza natural no le hacía perder un ápice de atractivo.
Transcurrida la primera hora en la carretera, Teresa, cansada de no obtener conversación por nuestra parte, se calló y apoyó la cabeza en la ventanilla de su asiento. Buscaba con su mirada melancólica alguna distracción en la monótona carretera. Levanté la vista y la observé por el retrovisor; era la antítesis de su hermana, seca, poco razonable en sus decisiones y con un temperamento siempre a punto de estallar. A pesar de ello, verla a través del espejo no me suscitó más que piedad; había traído consigo los batidos de la última dieta milagro y dos libros de autoayuda. La pobre apenas respiraba con normalidad, debido a su perenne sobrepeso; la ansiedad se la comía y no cesaba de secarse con un pañuelo, mientras sus mejillas, irritadas de tanto lloro, se habían enrojecido. Su marido Carlos era el único motivo que me había empujado a permitirle acompañarnos. Se trataba de un mezquino y violento taxista con el que llevaba tres años casada. Tres años de discusiones, peleas y malas palabras. Transcurrida la segunda hora de viaje, llegamos al pie de la montaña donde se encontraba la casa. Desde allí abajo se apreciaba el serpenteante camino de tierra hasta lo alto. El viejo coche, a pesar de su potencia, no dejó de resbalar y atrancarse por la pronunciada pendiente.
Una vez alcanzamos la casa, conduje a través de la pequeña explanada que la rodeaba y, bajo la sombra de unos frondosos pinos, detuve el coche. Harto de conducir, bajé con mucho énfasis y un fuerte olor a pinocha me envolvió, lo que transformó mi estado de ánimo repentinamente. Estaba contento de encontrarme en el campo, lejos del tráfico y el bullicio de las calles.
La vieja casa, situada en el levante español, estaba construida de ladrillo con unas rejas metálicas en cada ventana, tenía muchas habitaciones, cocina y un gran salón.
Con ayuda de Teresa y Nuria saqué los bultos del maletero y entramos en la casa por la puerta principal que daba directamente a la cocina. Hacía meses que no la visitábamos; por eso Teresa se escandalizó al encontrarlo todo lleno de polvo; lo primero que le comentó a Nuria, tras desempaquetar, fue que debían limpiarla de arriba a abajo. Nadie iba a probar bocado hasta que la cocina estuviera en condiciones.
Dado que la idea de quedarme encerrado limpiando no me seducía, me pasé el día podando pinos y quitando la broza que había crecido a su alrededor. Y al final de la tarde, antes de que oscureciera, decidí volver a la casa. Nuria, agotada de tanta limpieza, se había tumbado en el sofá mientras Teresa iba con la escoba de una habitación a otra exclamando:
—¡Todo tiene un dedo de polvo!
Allí no llegaba la luz eléctrica, y una vez oscurecido pasamos a estar a media luz; la pequeñas bombillas alimentadas por una batería proporcionaban una luz muy débil.
Un rato después, cuando no llevaba ni diez minutos sentado, Teresa se me acercó y me espetó.
—¿Qué vamos a cenar?
Sorprendido por el tono exigente, me incorporé y le comenté con detalle todo lo que había traído. Ella, sin cruzar palabra, miró a Nuria, que me cogió del brazo con ternura y me dijo:
—Cariño, vamos a bajar al pueblo porque Teresa es vegetariana; y ya que teníamos planeado comprar comida mañana, mejor la compramos ahora y queda todo listo para el fin de semana.
Intenté persuadirles de la peligrosidad que suponía bajar por esos caminos en plena noche. Aunque ambas insistieron en que no había de qué preocuparse, siempre que lo hiciéramos con precaución.
—Vale —sentencié molesto y sin más ganas de empezar a discutir.
Satisfecha, Teresa se fue a su habitación a por el bolso. Mientras, Nuria aprovechó para recriminarme mi actitud, me pidió que no lo hiciera todo tan difícil y que tratara de complacer a Teresa en todo lo que pudiera.
—La pobre esta muy afectada por lo ocurrido —me dijo. En otra circunstancia hubiera bajado ella sola. Ya sabes cómo es cuando quiere algo. Pero no quiere separarse de nosotros, tiene miedo.
—¿Pero de qué?
—Nada, déjalo —dijo cuando Teresa volvía al salón.
—Bueno, pues vámonos ya —dije.
ESTÁS LEYENDO
La habitación encendida
Short StoryUn joven universitario y su novia llevan meses planeando un viaje a la montaña.Quieren pasar unos días en una vieja cabaña que se encuentra aislada de la civilización. Lo que esperaban que fuera un tranquilo fin de semana se convierte en una pesadil...