Capítulo 2

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Sin mediar palabra, se metieron en el coche y bajamos con lentitud el camino que llevaba al pueblo. Al volante sentí que les avergonzaba contarme toda la verdad de aquella historia. Pero con sinceridad, no me importaba lo más mínimo. Cuanto menos me implicara con su hermana, menos compromisos iba a tener con ella y su abyecto marido.

Tras recorrer el camino con mucha dificultad, llegamos al pueblo y nos detuvimos frente a una tienda a punto de cerrar. Teresa, como si las compras fueran a aliviar su infelicidad, compró compulsivamente mientras Nuria y yo íbamos detrás cargando con todo lo que quería. Nos vendieron leche, pan, huevos y muchas otras cosas innecesarias que Teresa consideraba indispensables. Después cargué con todo y, tras cerrar el maletero con dificultad por la multitud de bolsas, entré en el coche, donde ellas ya me esperaban.

—¡Por poco nos dejas sordas con el golpe que has dado al cerrar! —gritó Teresa.

Cuando fui a contestarle, Nuria me cogió del brazo para que no girara la cabeza y contestara.

Enfadado, arranqué el coche y salimos de vuelta. Tanta compra, y sobre todo la actitud de Teresa, me habían irritado. Pensaba que nos íbamos a pasar todo el fin de semana bajando al pueblo. Me imaginaba comprando desinfectante, mata mosquitos, y un largo etcétera. En resumen, todas las cosas que Teresa iba a necesitar hasta que fuera consciente de que estaba en el campo. Y lo peor de todo, se le irían ocurriendo cada vez que volvíamos de comprar algo.

A lo largo del camino se respiraba en el coche un aire tenso, parecía que todos teníamos algo por lo que estar enfadados. Yo no paraba de maldecir cada vez que alguna piedra golpeaba los bajos del coche. Teresa, consciente de mi enfado, prefería no abrir la boca, y Nuria ya no sabía de qué lado ponerse. Cuando nos encontráramos frente a la pendiente que llevaba directamente a la casa, detuve el coche un momento, puse punto muerto y engrané la primera marcha. Había muy poca visibilidad y salirse de la carretera suponía rodar montaña abajo. Comencé a subir con mucha precaución. Me ponía muy nervioso escuchar derrapar al coche mientras observaba en completa oscuridad todo aquello que no iluminaban los faros. Tras recorrer cincuenta metros, justo cuando pasábamos por la curva más estrecha, Teresa pegó un grito ensordecedor que se escuchó en toda la montaña. Nuria y yo nos quedamos aterrorizados, sin saber qué ocurría hasta que Teresa se puso como una loca a pegar patadas detrás de mi asiento y a gritar.

—¡Hay una luz encendida en la casa! ¡Vuelve atrás!

—¿Cómo? —grité.

—¡Vuelve atrás! —repitió.

—Aquí no puedo parar y menos hacer marcha atrás —dije mientras el coche patinaba.

—¡Que vuelvas atrás!

Dada la peligrosidad de la carretera, no me quedó otra que desoír sus gritos y seguir adelante. Teresa comenzó de nuevo a dar patadas al asiento y a agarrarme la camiseta hasta que, acuciado por los gritos y los tirones, presioné el freno con todas mis fuerzas. Las piedras se resquebrajaban bajo las ruedas y el coche se deslizaba hacia atrás. Bajé la ventanilla, saqué la cabeza y miré hacia lo alto, a la casa. No parecía haber ninguna luz.

—¡No hay ninguna luz! —le gritamos Nuria y yo al unísono.

—¡Os digo que he visto una luz¡ —gritó Teresa de nuevo.

La habitación encendidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora