Tell me you do

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¿Qué les puedo decir? Aún sigo temblando.

—Rose

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Antonio, Gilbert, Francis y Alexander se detuvieron frente a la puerta, con el jardín de fondo y el sol todavía brillando sobre el cielo, y miraron la cerradura abierta y las hojas de madera entrecerradas con los nervios a flor de piel... Y con los pies listos para correr nuevamente, en dirección a las rejas.

—¿Alguien me puede decir por qué diablos estamos aquí? —comentó el líder del grupo en un hilo de voz.

—Porque somos pobres, mon ami —respondió el francés en una voz temblorosa, como si él mismo se arrepintiera de justificar una razón para regresar.

Ninguno de ellos quiso en verdad estar de nuevo ahí, de pie, tan prestos a ingresar como lo estuvieron la noche anterior.

—Y prostituir a Francis no alcanza —añadió Antonio, riendo por los nervios más que por el simple chiste que intentó hacer.

Los otros dos, distintos al aludido, rieron con ganas, dispuestos a darse un respiro.

—Imbécil —el de ojos azules se quejó en voz alta, logrando que las risas aumentaran su intensidad.

No pasaron más que unos segundos para que él también empezara a hacerlo dejando la indignación de lado y, junto a Antonio, se unieran al bullicio.

—¡Vamos, Fran! Sabes que es verdad —soltó entre dientes Gilbert, intentando contenerse mientras se acercaba a él—. Además, estoy seguro que a ese chico de Ingeniería Mecatrónica no le molestó que lo fueras a visitar hoy en la mañana. Quiero decir, debe haber estado esperando los equipos que nos prestó, pero ver tu cara iniciando el día...

—¡Ah! Y dicen que los canadienses son buenos amantes cuando no se están disculpando. —agregó Antonio.

—Te trae ganas —dijo el alemán moviendo insinuantemente ambas cejas mientras que, con el codo, golpeaba repetidas veces el flanco de Francis—. ¿No has visto su cara cuando te ve el trasero cada vez que te das la vuelta?

—¡Hasta yo lo he visto y eso ya es mucho decir! —gritó Alexander, causando una nueva risotada entre todos a excepción del francés que, muy rojo ya, intentó defenderse como pudo.

—Los odio tanto, fils de pute —masculló Francis, moviendo la cabeza repetidas veces. —. Ni siquiera sé por qué me junto con ustedes.

Los cuatro rieron a la par una vez más, un poco más sueltos de lo que estuvieron en un inicio.

—Entonces... —comenzó Antonio, volviendo al tema—. El plan es tomar todo y salir antes que el sol se ponga ¿No es cierto?

Gilbert asintió.

—Nadie quiere quedarse en esa maldita casa siendo de noche ¿No?

Los tres negaron con la cabeza a la vez.

—Bien —exhaló el albino antes de darse la vuelta y avanzar hasta la puerta, rezando internamente todo lo que recordaba de sus clases de catecismo cuando niño, para poner ambas manos sobre la madera y empujar, haciendo que el mismo sonido chirriante de la noche pasada sonara y pusiera los pelos de punta de todo el grupo.

Todos, absolutamente todos, quisieron salir corriendo a los gritos de ahí.

Gilbert dudó por unos segundos y devolvió la vista hacia sus compañeros quienes, en una situación similar a la suya, tragaron saliva y dieron un paso adelante, ingresando nuevamente al recibidor casi temblando. Los cuatro avanzaron directamente hacia el centro, esta vez vacilantes y sin ninguna linterna a la mano, con unas mochilas vacías y sin esa valentía y euforia que tuvieron la noche pasada.

Missed you soDonde viven las historias. Descúbrelo ahora