La oscuridad corre tras bambalinas. Se escabulle entre el azúcar. Ya va por la cuchara. Logro escuchar su movimiento, tras mi cabeza, conjurando una leve tormenta. Pero sin más, es otro día como cualquier otro. Otra vez el abismo hablando, la rutina. Sin embargo, la oscuridad se vuelve densa, ahoga. Ya no está hablando, ahora se dirige al cuello. No tiene intenciones de perturbar la vida, sólo de agotarla. Producirle una anemia momentánea. Pero como el viento, va y viene, la esperanza va tomando su lugar de a poco. Cómoda, alegre y algo angustiante, pero no todo ha de ser perfecto. Es hora de dejar la panadería, la taza ya vacía está y en casa me espera la soledad y las almohadas, qué gastadas, a lo mejor ya es hora de cambiarlas. Pero claro, no todo ha de ser perfecto. En la calle uno prevé situaciones, cómo ajustarse a ellas, nada de otro mundo, no habría de sorprenderse. Pero Santiago, viejo pero juguetón, siempre manoseando los vegetales de los mercantes en el bazar. La esperanza aún acomodada en el bolsillo de Santiago, comenzó a desvanecerse. Sin más. Y Santiago lo sentía de hace tiempo, qué un día esa esperanza bien acomodada, desaparecería y lo dejaría a la intemperie de la malignidad. La oscuridad regresó, hizo un pequeño agujero en el zapato. Lo hizo caminar más deprisa, pero era algo normal. Sin preocupaciones.
El Terror vino por sorpresa, cuándo inocentemente pasaba al lado de un semáforo. El terror es más hostil, atrevido. Este directamente rompió su camisa y entro a su pecho. Pero Santiago aún estaba calmado. Era algo normal, a veces solía acelerarse un poco cuándo daba sus clases en la Universidad. Después de unos cuántos minutos más de peculiar persecución de algo abstracto, vino a la autenticidad de su pequeño apartamento. Sucio, viejo y extraño. Preparando el almuerzo, su clásico pollo sudado. Su tocadiscos, alternando la felicidad y emoción con cada ritmo.
En un descuido, la confusión entró, rompiendo las ventanas, quemando los libros y ahogando el ritmo del tocadiscos, a lo mejor éste lo hubiese salvado. La servilleta ha de funcionar, el lápiz casi no tiene punta para escribir y el borde de la ventana servirá de apoyo. Santiago sólo hizo escribir los pendientes y sucumbió al vacío qué la ventana ofrecía, sólo veía el suelo sintiéndose más macizo y concreto.
Como Jonás en el Océano,
Santiago.