III

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Manuel aquejado por la enfermedad, el olor fétido de los cuerpos, de la tierra fangosa y densa. De los gritos de pavor y odio. Pero aún la voluntad latía, con largos períodos de pausa, pero con regresos imponentes, llenos de adrenalina y salvajidad.

 Manos mallugadas del esfuerzo, mandíbulas destruidas, piernas reventadas. La sangre inocente bañaba la tierra extranjera, quemada por el fuego y acero constante. Manuel no veía la luz del mediodía hace meses, sin haberse mirado al espejo por semanas, olvidándose de lo que cómo luce. Pero la desdicha de aquélla aberración hacía olvidarse de lo qué era, de sus modales, de su piedad. Desde que entro al combate, sólo siente rencor, terror y pánico, pizcas de valentía y locura. La guerra hace olvidarse de lo que uno era. Lo transforma.

Pero algo muy dentro de él aún se resistía a caer al abismo, se negaba entregarse a la oscuridad profunda, a seguir llenando los charcos de sangre. Pero Manuel, tozudo, se negaba entregarse a ese diminuto pensamiento. Algo tan ínfimo como aquéllo podía decidir su destino, sellarlo. La muerte acechaba en el momento justo de su debilidad.

En una tarde de reconocimiento, en un terreno baldío y muerto, donde había pasado lo peor, se encontraba Manuel identificando los muertos, y a lo lejos, sus compañeros en guardia. Manuel se negaba a disparar (muchas veces ridiculizado en su entrenamiento) por lo que su vida recaía en la habilidad de sus compañeros. Manuel, ayúdeme por favor, sigo aquí, gimió con esfuerzo Romero, uno de los pocos qué respetaba las creencias de Manuel. En un abrir y cerrar de ojos, la sangre se esparció, las balas comenzaron a caer y empezaba otra vez la hecatombe. Romero desapareció en una neblina de sangre y polvo, Manuel, en llanto corrió a resguardarse tras un quemado tronco. Sus compañeros, muertos todos, estaba siendo degollados por la muerte, ésta asegurándose de que su destino estaba sellado. La locura lo envolvía, en un llanto mudo. El dolor se metía entre los huesos y músculos, como algo sobrenatural. 

Después de tortuosas horas de espera, la fría noche se estampaba contra la tierra muerta. Manuel sólo hizo levantarse y volvió a escuchar las voces, pidiendo perdón, pidiendo el último beso de sus hijos, el amor de su esposa y madres.  Respiró hondo y con paso firme, avanzó. Pero ese pensamiento, qué ahora evolucionaba a esperanza, llena de amor y bondad. Escudada con una robusta valentía. Lo obligaba a sucumbir a ello, a ayudar a las pobres almas en desdicha, en penuria. Esto significaba renunciar a todo aquéllo para lo que había sido entrenado. Pero él sabía, sin saberlo, que sus acciones repercutarían en el futuro. Qué esas ánimas volverían a casa, ayudando a construir su legado. Decidido, camino entre la perdición e hizo lo mejor para lo que había vivido, ayudar. 

Y así fue como Manuel, valiente y noble, perdió la vida. Pero supo como florecer en otoño. Sirvió de abono para las plantas de primavera. Socorrió a la oveja y alimentó la tierra. 

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