§III. La profeta de las eras

27 2 0
                                    

—Tierra de nadie, Siglo IV—

Alejandra se sentía desorientada, dió un paso hacia atrás y se topó con un pequeño muro de piedra, los demás aún no podían enfocar la mirada, todo a su alrededor estaba borroso y caminaban a tientas.

—¡No se muevan!—. Les ordenó a lo lejos la voz de un hombre, inmediatamente se quedaron quietos mientras su visión se aclaraba poco a poco.

—¡Línchenlos! Han de ser brujas y hechiceros provenientes de ultratumba— Proclamó la más anciana de la muchedumbre.

Asustados y aterrados, Magdalena alzó su mano para evitar que un aldeano se le acercara, pero antes de rechazar al hombre, una luz cegadora salió desde su mano y se dirigió hacia el cielo.  Un color rojo invadió el negro de la noche hasta que cubrió el cielo por completo y las estrellas desaparecieron una tras otra, los aldeanos con la cara de terror huyeron despavoridos.

De entre las cabañas de aquel pueblo situado en ningún lugar se asomaba una mujer que aparentaba unos treinta y dos años de edad, observaba cautelosamente el espectáculo, su cabello rojo encendido y la cara parecida a un retrato que aún no se pintaba estaban asombrados. Esperó en las sombras hasta que el último aldeano se esfumó para acercarse. Lograba percibir una energía conocida de aquellos seis asustados forajidos.

—¡Tendrán que acompañarme! No sé de donde provengan, pero es obvio que no son de por aquí—. La mujer caminaba lentamente hacia los muchachos  mientras seguía hablando—O ¿Preferirían quedarse aquí? En donde si se descuidan los lincharán, ya oyeron a aquella anciana y créanme la gente de por aquí no bromea—.

El grupo se miró los unos a los otros, alrededor de ellos la aldea había quedado desierta, ningún alma salvo esa mujer les mostraba algún indicio de amabilidad. Se quedaron en silencio un momento sin saber que responder, Alejandra se sentó en el muro que tenía a su costado pensando en que era mala idea aceptar ayuda de desconocidos, sin embargo, Magdalena notaba algo familiar en aquella mujer quien se había quedado de pie frente a ellos en espera de una respuesta.

Magdalena miró cada aspecto de la mujer, su vestido blanco color perla, sucio y cubierto por algunas ramas indicaban que había corrido a través del bosque, el collar de su cuello en forma de péndulo que a Magdalena se le hacía tan familiar aunque no lo había visto jamás.

Magdalena empezó a caminar torpemente hacia aquella mujer.

—Mi nombre es Yla ¿Y el tuyo?—. La interrumpió la mujer

Magdalena se sobresaltó y se detuvo por el tono en que lo dijo, un tono serio pero firme, muy diferente a aquel con el cual les ofreció su ayuda.

—Soy Magdalena—.

—¿Qué han decidido?—. Preguntó Yla

—No queremos ser des...—. Comenzó a hablar Alejandra cuando Magdalena la interrumpió.

—Claro que iremos—.

—¡Síganme entonces!—. Yla extendió la mano señalando la entrada al bosque y comenzó a caminar lentamente para que le siguieran el paso.

Caminaron hacia el bosque por un sendero largo alrededor de media hora, las ramas de los árboles parecía que estaban en contra de que se sumergieran aún más en los secretos que ese bosque escondía pero por fin llegaron a un claro donde el pasto estaba corto, y corría un pequeño arroyo al lado de una montaña que apenas y tenía tres metros de alto. Afuera había un fogón y utensilios de cocina aún tibios, como si alguien acabara de usarlos, incluso la leña aún seguía encendida.

Yla cruzó aquel campo de forma circular, subió unas piedras cuidadosamente colocadas como peldaños frente a la montaña y después de un chasquido de sus dedos, una puerta apareció.

 Brujas y guerrerosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora