En la búsqueda de la paz absoluta había sido prohibido cualquier tipo de agresión entre los miembros de la comunidad. El insulto mismo fue declarado delito tanto como la ironía y el sarcasmo en el trato con los otros. Las penas ascendían desde un día de prisión por la utilización de la ironía y el sarcasmo, pasando por la semana de reclusión como pena por el insulto -que incluía en su categoría hasta el añorado "¡mierda!"-. Es decir, los insultos indirectos eran también penados porque se presuponía que el otro, aunque no explícitamente aludido en la gramática, podía sentirse referido -¡y con razón!- por la puteada. Se había desarrollado un implante coclear que, ante la percepción de la secuencia fonemática y su coincidencia con algún término de la lista que constituía algún insulto, enviaba un reporte a la central receptora de cada dependencia policial con los datos del delincuente y la palabra pronunciada. Ante la llegada del reporte, una patrulla -generalmente la más cercana en zona- se acercaba hasta la localización del implante y realizaba la captura correspondiente.
Los primeros tres años luego de la puesta en marcha del protocolo fueron tiempos de inmensidad cantidad de reclusiones, a tal punto que las cárceles para delincuentes lingüísticos rebalsaban y hubo de utilizarse las instalaciones de las cárceles regulares para poder mantener en funcionamiento el protocolo de paz ciudadana.
Luego de los tres primeros años comenzó un descenso estrepitoso de los delincuentes lingüísticos y las estadísticas dejaban entrever un éxito asombroso del protocolo. Los delitos comunes prácticamente no existían, y aunque los pobres morían de hambre en situaciones de miseria absoluta, el robo había dejado de ser una práctica existente.
Parecía que la paz buscada era un hecho y que el uso de la fuerza había rendido por fin sus resultados.
Seis años han pasado desde que Friederich recibió el implante coclear, aunque de hecho no fue algo electivo. Luego de unos cuantos arrestos por discusiones domésticas y de tránsito, y de períodos de tiempo en soledad y silencio de las cárceles para presos lingüísticos, llegó a desarrollar una técnica infalible para evitar las palabras prohibidas. En el momento en que Friederich sentía que su pecho latía al ritmo de su corazón y que los puños se le tensaban cerraba los ojos, apretaba los párpados y con una fuerza ganada con férreo entrenamiento tiraba el mentón hacia abajo ocluyendo el paso del aire. Ese movimiento lo desgastaba de tal manera que, habiendo perdido las fuerzas en obturar las malas palabras, perdía completamente las ganas de proferirlas.
La alarma chilló y Friederich, con un movimiento torpe, y tras tres intentos, la desactivó. Volvió a desplomarse en la cama con los brazos a los costados y dejó salir un quejido inconfundible. Cada día transcurría más lento y su cuerpo parecía pesar más con cada amanecer.
<Detesto este silencio> —pensó, y con toda la pesadez se sumergió en la rutina del aseo.
Mientras Friederich caminaba hacia su trabajo -un tedioso puesto de informes en los tribunales de justicia-, vio a un niño de no más de nueve años caer desmayado en la vereda. Mientras su madre gritaba pidiendo auxilio y las miradas de los transeúntes le eran esquivas él se detuvo frente a la escena. De pronto los sonidos se le apagaron y su mirada quedó fijada en los labios de la mujer que, al abrirse, asesinaron a dos gotas de llanto en su comisura. En pocos segundos la vereda en la que estaba la mujer y su hijo tendido en el piso quedó desierta salvo por la presencia de Friederich que aún se mantenía de pie, inmóvil.
-¡Hijos de puta! —gritó la mujer desesperada y con su hijo en brazos.
El sonido volvió a los oídos de Friederich al oír semejante combinación de fonemas. Hacía muchísimo tiempo no escuchaba esas palabras, de hecho, las creía extintas, extirpadas de la lengua por la fuerza física del protocolo.
Logró reaccionar y sacó su celular del bolsillo para llamar de inmediato a una ambulancia. Una vez que colgó miró a la mujer y la tranquilizó con la mirada. Duró poco, en menos de cinco minutos un dúo de policías que hacía rondas había sido enviado a punto justo donde él se encontraba. En el momento en que los uniformes se hicieron visibles la mujer estalló en llanto y en un movimiento desesperado agarró a su hijo y comenzó a correr. Friederich miraba con impotencia a los policías arrinconar a la mujer.. Ella miró desconsolada para todos lados, los ojos se le salían de las órbitas y su boca apenas podía pronunciar palabras. En el más sepulcral de los silencios, los policías dejaron al niño en el suelo y llevaron a las arrastras a la mujer que lanzaba desgarradores gritos mirando a su hijo. Friederich, ante la impotencia de su papel, tuvo que bajar el mentón al menos cinco veces para tragarse las palabras que la mujer la recordó, ese conjuro precioso que alguna vez utilizó para desinflar su pecho.
Se acercó al niño y tomó su pulso. Estaba muerto.
Ese día los nudillos de Friederich dolerían, pero no tanto como haberse estrangulado con palabras.
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El chirrido de la alarma, los torpes tanteos, el aseo y la caminata hacia su trabajo. La causa del hastío de Friederich volvía a comenzar como si su ciclo fuera infinito e inalterable. Pensó en variar el camino, pero aunque el dolor volvería, decidió pasar nuevamente por la calle donde se había encontrado con la mujer. Mientras se acercaba al lugar del hecho pensó que los efectos del protocolo no eran el respeto, sino el corte total de los lazos entre la gente como producto del miedo.
Friederich, como todo el mundo, sabía que todos los tipos de relaciones afectivas son fuente inagotable de conflictos, pero al mismo tiempo constituía un pago mínimo por el placer del encuentro. Reflexionó sobre la imposibilidad de que los intereses individuales confluyeran en su totalidad, incluso entre los más cercanos de los amigos. Sorprendido de su acto reflexivo dio un paso más, y en ese mismo momento entendió que el protocolo había individualizado a cada miembro de la comunidad, los había dejado aislados y el encuentro entre al menos dos había pasado a ser una proeza sumamente dificultosa. Las comunicaciones quedaron reducidas a las convencionales, las respuestas eran siempre las esperadas y el "de acuerdo" se habían transformado en el enunciado por excelencia que finalizaba toda conversación, aún en el desacuerdo.
A nadie le importaba a quién tuviera al lado y, sin embargo, la preocupación principal era no ofender a nadie.
Los pobres seguían muriendo mientras la sonrisa impostada del resto les era dirigida, igual, o tal vez más exagerada, que la que se ofrecía a cualquier mirada con la que uno se cruzara. La muerte de los indigentes era considerada un acto estoico por excelencia: soportar todo en espera de la muerte. El gobierno profesaba el libre albedrío absoluto para dispensarse de la responsabilidad por las escuelas, hospitales y fuentes laborales, pero lo curioso, pensó Friederich, era que el presupuesto para el sostenimiento de toda la infraestructura del protocolo sobrepasaba en considerables porcentajes a lo que se destinaba a las otras instituciones. Se trataba entonces de un libre albedrío -absoluto en los discursos- que quedaba matizado con una pizca de estoicismo. Era como si dijeran: "Hagan lo que quieran, nadie interferirá en su camino. Pero si en algún momento te sales de tu destino y quieres cambiar tu vida, la policía te mantendrá a raya."
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Lo Ominoso - Antología siniestra
Horror¡Si!, es real, te sientes observado por detrás de tus hombros... es algo... Ominoso... el extrañamiento de lo propio que se presentifica frente a tus ojos reclamando para sí toda tu existencia. Sentirás esa siniestra presencia en el momento que co...