II

111 17 2
                                    

—¿Ya te vas? —oyó esa voz atrás de él, no muy lejos del bar.

—¿No deberías estar trabajando? —le costó articular esa pregunta pero pudo hacerlo bien.

—Acabé mi turno hace unos minutos —los tacones resonaron en el asfalto—, ven, te acompaño a casa.

—No quiero —masculló, apenándose por saber que apestaba a vodka y sudor; mientras que ella olía a perfume de rosas.

—Ven, haz caso.

Si alguien más se atrevía a tocarlo, ese alguien iba a extrañar una extremidad de su cuerpo. Si ella lo tocaba, él olvidaba hasta cómo caminar, por lo que necesitaría de su ayuda para recordarlo otra vez.

—¿Sabes? No eres el caso perdido que crees que eres.

—Estoy maldito.

—Estás confundido y perdido —Levi bajó la cabeza no queriendo sentirse bien, pues no lo merecía—. Has dejado de matar, incluso has dejado de fumar. La bebida se resiste pero noté que dejaste la botella en la mesa.

—Claro que no —Levi se dejó meter en el asiento del copiloto para esperarla a ella sin resistencia alguna; el olor del auto lo adormeció un poco—, está prohibido fumar ahí. Pero sigo haciéndolo.

—¿Cuántas cajetillas al día? —ella encendió el auto y lo puso en marcha.

—Dos —dijo después de pensárselo.

—Mientes; ahora es sólo una —la oyó reír—. Hanji se sentirá orgullosa de ti.

—Me importa un cuerno si se enorgullece o no; no le pago para eso.

Le pagaba a la doctora por mantenerlo vivo, no para sentir algo por él.

—Aun así se sentirá orgullosa... así como yo.

Quería repetir lo que antes había dicho, pero no pudo.

Si ella se sentía orgullosa de él, Levi aunque no lo quisiera, se sentía como un ser humano.

—Levi, quiero que sepas que aunque es tardado, vas por buen camino.

—No fui hoy a la iglesia si eso quieres saber —sonando agobiado, Levi se puso un brazo sobre la cara; echando el asiento un poco para atrás.

—Lo sé, el padre me llamó preguntando por ti. Dice que extrañaron tu talento.

—Matar cucarachas no es un talento —rezongó—, sólo necesitas un insecticida o un periódico.

—No hablo de eso —lo reprendió—; me pregunta mucho sobre dónde supiste tocar el piano.

—En la casa de Luzbel, puedo darle su número si quiere.

—No creo que quiera —ella se rio por alguna razón.

Él no bromaba; lo que sabía del piano lo había aprendido en el infierno de donde un mercenario lo sacó para moldearlo y convertirlo en lo que era ahora. Ese orfanato que él mismo quemaría años después con todos los adultos y niños adentro.

O casi todos.

»Señor... me duele... me duele mucho...

Levi Ackerman apretó los puños sin descubrirse la cara.

—¿Por qué sigues conmigo, Petra? —inquirió como si no lo hubiese hecho antes.

—Porque quiero —respondió—. Porque no voy dejar que te pierdas.

𝑳𝒂 𝑽𝒐𝒛 𝒒𝒖𝒆 𝒎𝒆 𝑺𝒂𝒍𝒗𝒐́ | 🔞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora