Magnum 44

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Hicimos un boquete en la pared y cruzamos al otro lado.

No fue tan difícil, las paredes eran finas como si los ladrillos fuesen un chiste de mal gusto y en realidad perteneciese a una puesta en escena. Recuerdo que Carlos dijo algo al respecto, pero ahora no puedo saber bien qué. Hacía mucho frío, tanto que nuestras narices se habían puesto rojas como dos cerezas, pero en cuanto cruzamos por la sala, caminando despacio entre las sombras noctambulas, la temperatura pareció normalizarse. La casa era una mansión digna de una opulencia de alguien que piensa que tiene el mundo comprado. Era arrogante, exagerada y casi resultaba repulsiva. A Carlos le fascinó, lo pude ver en sus ojos que no paraban de mirar para todas partes con emoción infantil, hasta que un cuadro de entre tanta posesión superflua llamó su atención por completo. Fue hasta ahí; con pasos lentos y pausados, como si no quisiese llamar la atención de los sujetos inmortalizados en óleo sobre un pedazo de lienzo viejo. Se quedó un rato, inmóvil, dándome la espalda, siendo iluminado idílicamente por la lampara individual que le hacía brillar los rulos dorados, la cual en un principio estaba destinada a la obra de arte en la pared pero que ahora sólo podía iluminarlo a él y a su figura menuda.

Me acerqué. Me alejé de la oscuridad del pasillo y me ubiqué a su lado, ahora la luz anaranjada me alumbraba también un poco a mí. Observé el cuadro de la misma forma en la que lo estaba haciendo él, intentando encontrar el porqué de su fascinación, pero no pude ver nada más que personas.

—¿Qué sentís? —preguntó sin sacarle los ojos de encima a la imagen.

—No sé. ¿Qué sentís vos?

Giró la cabeza y me miró. Abrió la boca para decir algo pero no dijo nada, sólo me miró, luego llevó las manos hacia el cuadro y lo descolgó.

—Nada. —finalmente dijo mientras caminaba fuera de la luz, regresando a la oscuridad, arrastrando consigo la pintura. —No siento nada.

Su silueta se alejó, así que lo seguí. Lo encontré guardando cualquier cosa que encontraba en la casa dentro del bolso, sin importar si era de valor o no.

Fruncí las cejas, confundido, y caminé a él con rapidez. Atajé su muñeca en el aire cuando estiró el brazo para tomar un cenicero de vidrio que no debería valer más de doscientos pesos. Se quedó inmóvil ante mi tacto un tanto agresivo, pareció tomar aire el cual soltó por su nariz en una exhalación lenta.

—¿Qué haces? —murmuré muy cerca de su oído.

Sentí como se tensaban todos los tendones de su brazo.

—Nada. —respondió, estaba evitando mirarme. —¿No ves que en esta casa no hay una mierda para afanar? Vayámonos.

—No revisamos los cuartos. ¿Estás apurado?

Esta vez si me miró. Me clavó los ojos en una mirada fulminante. Tironeo del brazo y me obligó a que lo suelte, caminó hasta el boquete en la pared por donde habíamos entrado y cruzo al otro lado. Ni siquiera se llevó su bolso, ni el cuadro, ni el cenicero, simplemente se fue.

No dijo nada cuando volvimos a la pensión. Surcó los cuatro metros que separaban a la puerta de entrada del baño y se encerró dentro de las cuatro paredes que albergaban no más que un lavatorio, un inodoro y una ducha. Dejé en el suelo las pocas cosas que habíamos podido agarrar de la casa y me senté en el borde de la cama de dos plazas, mirando la pared manchada de humedad. El empapelado se encontraba casi completamente arruinado, salvo por un costado cerca del techo donde un vestigio triangular indicaba que en algún momento supo ser de un color celeste oscuro.

Pasó un rato hasta que salió del baño rodeado por una pared gruesa de vapor. El pelo mojado le chorreaba sobre el pecho con gotas gruesas que caían hasta el borde de la toalla con la que se envolvía la cintura. Miré la humedad de la piel de su torso, tan inocente como frágil, dueño de la pureza de algo que jamás había sido alterado por la lascivia mundo exterior y al que aún no se le habían impuesto los pudores propios de la perversión, el cual dejaba entrever los huesos de sus costillas y la perfecta estructura de su caja torácica que casi rasgaba el pellejo para hacerse ver. Caminó hasta la cómoda vieja y destartalada apoyada a un lado de la habitación, agarró su revólver y lo miró por un rato, lo sostuvo con sus manos mojadas mientras comenzó a acercarse hacia mí. Lo levantó lentamente hasta que estuvo a la altura de mi frente.

—¿Me vas a meter un tiro? —pregunté sin romper el contacto visual.

No respondió, sino que levantó una ceja y abrió la boca, comenzó a bajar el revolver si alejarlo de mi piel, dibujando un camino por mi mejilla hasta que llegó a mis labios. Se detuvo.

Imité su gesto desafiante: levanté las cejas y me llevé el cañón a la boca.

Observé como su pecho comenzó a subir y bajar con rapidez. Estaba frente a mí, de pie, casi entre mis piernas, con su revólver encajado en mi boca, mirándome sin ninguna expresión en su rostro. Tenía—literalmente—mi vida en sus manos. Yo no le tenía miedo, sabía que no lo iba a hacer, simplemente le estaba siguiendo la corriente. Era una forma de decirle: ¿Así que a esto es a lo que querés jugar?

Creí que iba a sonreír. Aunque, en realidad, se mordió el labio e hizo un gesto como que iba a ponerse a llorar. Tiró el arma sobre la cama y suspiró; en ese momento parecía ser mucho más chico de lo que en realidad era. Parecía un niño. Se sentó a mi lado y miró hacia abajo; todavía el pelo le chorreaba por la ducha. No supe que hacer, así que hice lo que creí correcto: le agarré la mano y la sostuve. Esperé en silencio. Él pareció ablandarse con esto, porque cuando me miró parecía completamente destrozado. No apartó mi agarre, jugueteó con nuestros dedos sobre su regazo para luego recostarse en la cama y, por defecto, llevarme a rastras con él. Yo me quedé ahí; con mi brazo cruzado sobre su cintura y mi mano entrelazada a la suya, nuestras cabezas sobre la almohada, su espalda y mi pecho que encajaban como dos piezas de un mismo rompecabezas. Podría haberme ido. Podría haberme alejado si eso hubiese querido, pero no lo hice, me quedé y lo sostuve hasta que sentí que se había quedado dormido. Al día siguiente no le pregunté qué había pasado, ni siquiera al siguiente del siguiente, ni al que venía después del siguiente. No necesitaba entenderlo ni el tampoco necesitaba que yo lo entendiese. Yo sabía que él buscaba respuestas, que buscaba a Dios y que buscaba al Diablo, así como también sabía que nunca me iba a mirar a los ojos y me lo iba a decir. Pero si lo hubiese hecho —si siquiera lo hubiese dado a entender con una sutileza jamás expresada—yo se lo habría dado todo. Desde el cenicero de vidrio hasta mi vida bajo un cañón de un 44.

Y al final de cuentas, creo que lo hice.

EL ÁNGEL (oneshots)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora