CAPÍTULO 1

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Se paseaba por la habitación. Acababa de llegar de la clínica con los nervios a flor de piel. No podía estar embarazada. Habían pasado cuatro meses y su periodo había seguido siendo regular. De no haber sido por el desmayo que sufrió en los escalones al salir de la empresa de su papá y la insistencia de Mateo por llevarla a la clínica... Ahora su padre quería hablar con ella. La esperaba en la biblioteca. ¿Por qué? Si desde que escapara esa noche, hace cuatro meses, su padre no le dirigía la palabra. Le aplicaba la ley del hielo. No entendía porqué ahora, de buenas a primeras, quería hablar con ella. —¿De qué quiere hablar conmigo? —dijo apoyando su frente en el dosel de su cama—. Si desde que murió mi madre se recluyó en el trabajo alejándose de mí —empezó a ponerse más nerviosa y a pasear por toda la habitación hasta detenerse frente al espejo de su tocador—. Seguramente Mateo le dijo de sus sospechas y ahora quiere asegurarse de ello —aseguró sentándose frente al espejo y frunció el ceño. Luego suspiró dejando caer los hombros derrotada.

Se miró al espejo. Realmente no se le notaba. Seguía igual. No se había adelgazado. No tenía ojeras y tampoco mal color. Dándose valor a sí misma, se puso de pie. De igual manera... Suspiró. —Él ya no puede hacer nada. Tú eres mayor de edad y cuentas con un fideicomiso que te dejó tu madre —dijo a su imagen.

Con ese pensamiento se giró, tomó una bolsa de viaje, metió un par de vaqueros, dos remeras y ropa interior y salió por la ventana. Pero su hazaña duró poco. Mateo, su guardaespaldas, la atrapó cruzando las rejas de la casona.

Se habían mudado después del atentado que le hicieron a su padre cuando regresaba de San Cristóbal, el pueblito esmeraldero en Muzo del que era dueño.

Le gritó, mordió y golpeó a Mateo, pero éste era más alto y más fuerte que ella. —Sabes que en vano luchas contar mí.

—Suéltame maldito soplón.

—Gracias. Tu padre necesita hablar contigo y lo vas a escuchar.
—¿Para qué?¿Para que siga ignorándome como ha venido haciendo hasta ahora? Si las únicas veces en que me ha dirigido la palabra han sido las veces en que me he rebelado.

—Calla mocosa. No sabes el amor que tú padre siente hacia tí —terminó de decir y la bajó de su hombro con brusquedad.

—¡Bestia! —se quejó al recibir un golpe en el costado cuando Mateo la arrojó al suelo junto a los pies de su padre. Levantó la mirada hacia él dispuesta a enfrentar a su padre y a defender al niño que llevaba en su vientre, pero la expresión de su padre la dejó helada. La miraba con ternura. Con tanta ternura que hizo que la ira que sentía fueran reemplazadas por las lágrimas que ahora rodaban por sus mejillas. Ella se levantó y se arrojó a sus brazos y él la recibió en los suyos. Apretándola fuertemente contra su pecho.

—Perdóname. No fue mi intención —dijo enterrando el rostro en su cuello.

—Tranquila. Lo hecho hecho está. Ahora quiero que te vayas a San Cristóbal. Ahí estarás más protegida.

—¿Qué sucede papá? —dijo separándose de él.

—He estado recibiendo amenazas. Sabes que mi profesión de esmeraldero trae muchos enemigos.

Vio temor en sus ojos. —Pero papá... ¿Tú vendrás conmigo, cierto? —escuchó cómo temblaba su propia voz.

—No. Necesito que tú estés segura. Más ahora que vas a darme un nieto.

Su padre retiró las lágrimas que salían de sus ojos y le dio un beso en la frente. —Ve. Mateo se encargará de que llegues sana y salva.

Después de eso se subió a una cuatro por cuatro negra y partió hacia el aeropuerto Ernesto Cortizos en Barranquilla que era donde se encontraban ahora. Tomó una avioneta hasta el aeropuerto de Muzo en Boyacá y de ahí una Toyota blanca que la llevaría hasta las afueras de Muzo donde se encontraba el diminuto pueblo de San Cristóbal. Estando ahí se refugiaría en la Villa Los Espejos que era custodiada por los hombres de su padre. Pero el clima en Muzo estaba gris casi negro. Algunas cúmulo-nimbus avanzaban amenazantes.

Aunque no te pueda verDonde viven las historias. Descúbrelo ahora