VI. Al rojo Vivo

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Se quedó inmóvil tratando de asimilar que acababa de pasar. Había oído girar la llave dentro de la cerradura. Estaba atrapada en aquel desván sucio y polvoriento.
La sensación de estar encerrada en aquél lugar estrecho no la dejaba pensar con claridad. Empezó a sentir como le faltaba el aire y como unas gotas de sudor frío descendían por su frente. Se sentó, apoyándose de espaldas contra la pared. De pronto, la buhardilla daba vueltas y las paredes parecían estrecharse más de lo que ya estaban.
Cerró los ojos, apretando mucho los párpados y se tiró del pelo, desesperada y deseando que todo aquello fuese una pesadilla de la que pronto despertase.
Después de tanto tiempo gozando del aire libre constantemente, aquellos escasos metros cuadrados le parecían lo más semejante al infierno.
A pesar de la angustia y la ansiedad, era consciente de que debía mantener la calma y seguir siendo sigilosa. Se exponía a mucho peligro si la descubrían y la atrapaban.
Se obligó a sí misma a intentar recuperar el aliento y analizar con frialdad la situación en la que se encontraba.
Después de unos largos minutos se autoconvenció de que Tack encontraría una forma de sacarla de allí pronto.
No podía hacer otra cosa que esperar.
En una noche sin luna como aquella, la luz que se colaba por el ventanuco era mínima y en aquella oscuridad casi total, era muy peligroso moverse, por peligro de golpear o tropezarse con algo. Por lo que decidió quedarse quieta y aguardar a que amaneciese.
Intentó dormir un poco para la espera se le hiciese más llevadera, pero en aquel lugar tan asfixiante se le hizo imposible pegar ojo.
Por lo tanto, las horas transcurrieron muy lentamente hasta que el primer rayo de sol se coló por el ventanuco.
La animó un poco el por fin poder distinguir con algo de claridad lo que había a su alrededor. Sin embargo, la alegría duró poco, ya que con la llegada del amanecer también regresó el calor abrasador del verano. Era resistente a las altas temperaturas, las soportaba mucho mejor que Tack, pero en aquél desván, sin agua ni una mísera brisa, tenía la sensación de estar cociéndose en un horno.
El aire era pesado y caliente y cuanto más se acercaba el mediodía, más costaba respirar. Al calor abrasador se le unió una sed horrorosa y el cansancio tras toda la noche en vela.
Estaba empapada de sudor y aquél ventanuco no servía para ventilar aquella diminuta habitación. Era horrible. El nivel de incomodidad era insoportable.
Cómo medida de evasión, aprovechando la poca luz que se colaba por la pequeña ventana, le dio un vistazo al libro. La razón y el culpable de aquella desagradable situación.
No sabía donde ni cuando, pero curiosamente había aprendido a leer y escribir en algún punto de su vida, que, del mismo modo que sus recuerdos anteriores a su despertar, era incapaz de recordar.
Sin embargo no estaba acostumbrada a textos tan largos y complejos como los de ese tomo. Le costaba entender las explicaciones y poco logró sacar en claro antes de que, al atardecer, la luz se extinguiese de nuevo.
Lo que sí había encontrado era un mapa, intercalado entre las páginas. No sabía interpretarlo pero, ciertas palabras que había escritas en el, sí se quedaron grabadas en su memoria.
"Ezestria, Mírovan, tribus Syyala, Kōri, Henkan"
Y no dejó de repetirlas una y otra vez hasta que, con la caída del sol y una ligera bajada de temperaturas y con el absoluto agotamiento logró conciliar el sueño
"Ezestria, Mírovan, tribus Syyala, Kōri, Henkan"
Algunas de ellas, incluso la persiguieron en sueños.
***
Daba vueltas en su camastro siendo incapaz de dormirse. Tan solo de pensar que Kya llevaba casi dos días encerrada en aquél horrendo y claustrofóbico lugar, sentía una presión en el pecho y una carga de consciencia bastante difícil de soportar.
Con cada movimiento, los muelles de la vieja y estropeada cama chirriaban lastimeramente, y estaba tan inquieto que en mitad de la noche, el zapato de uno de sus compañeros voló hasta golpearlo. Intentó quedarse quieto pero el nerviosismo y la culpabilidad eran demasiado para el.
Decidió levantarse y salir al balcón con la esperanza de que la fina brisa nocturna despejase un poco sus pensamientos, así, de paso, dejaba de molestar a los demás.
-Ya era hora.-oyó cuchichear a sus espaldas.
-Tack tenía que ser.-protestó otro niño.
Ignoró los comentarios hirientes hacia su persona, como siempre hacía y se concentró en encontrar una solución al enorme problema que tenía entre manos.
Podía robarle la llave a la madre superiora, eso no era nada complicado, lo había hecho numerosas veces anteriormente. El verdadero problema residía en que el desván seguía siendo inaccesible para un niño de su estatura.
Era plenamente consciente de que ninguno de los demás huérfanos estaría dispuesto a echarle una mano. Si se lo pidiese a alguno de los adolescentes, que debían tener la misma edad que Kya, unos dieciséis años, seguramente se llevase un par de puñetazos. Y en el improbable caso de que alguien decidiese ayudarlo, Kya estaría igualmente en problemas.
Estaba estancado, pues tampoco podía llevar ningún objeto que fuese lo suficientemente grande como para alcanzar la trampilla hasta allí, no sin llamar irremediablemente la atención de alguien.
Tras un largo rato de cavilar en silencio, oyó algo de barullo procedente de la habitación. Se dio la vuelta y se encontró con que la mayoría de niños se habían levantado de sus camas y miraban hacia el techo. Perplejo, se adentró unos pasos dentro de la habitación. Le costó unos segundos entender a qué se debía esa reacción hasta que oyó golpes procedentes del desván, que estaba sobre sus cabezas.
Palideció, esperando que nada malo le hubiese sucedido a su amiga y le rezó a la diosa por qué no se le diese más importancia a los ruidos que resonaban allí arriba.
Los mayores, que supusieron que debía tratarse de un gato o un mapache, aprovecharon la ocasión para infundir miedo a los más pequeños, asegurándoles que se trataba de fantasmas de niños que habían sido asesinados por las monjas.
Sin embargo, la broma terminó de golpe cuando un desgarrador grito resonó por el orfanato.

Todos los niños habían enmudecido por el miedo, incluido Tack, pero por razones muy distintas.
Después de casi dos días encerrada, sin comida ni agua, Kya acababa de gritar por alguna razón desconocida. No sabía que le había sucedido a su amiga, pero si tenía la certeza de que estaba pasándolo muy mal.
Era consciente de que las monjas, casi con total seguridad, también habían escuchado el grito y ya debían estar dirigiéndose hacia allí.
Salió corriendo, pasillo arriba, sin saber a ciencia cierta qué haría una vez allí.
Efectivamente, cuando llegó ya había un grupo de religiosas congregadas bajo la trampilla, entre ellas la madre superiora, que se disponía a introducir la llave en la cerradura.
Quiso gritar que se detuviese, pero ya era demasiado tarde.
Nada más abrirse la pequeña puerta, un destello rojo salió disparado de esta. Cayó estrepitosamente por las escalerillas hasta quedar a los pies de las hermanas, las cuales gritaron escandalizadas al darse cuenta de que aquella niña no era humana.
Tack jamás olvidaría la expresión en el rostro desencajado por el absoluto terror de Kya.
Sus pupilas estaban contraídas al máximo y eran afiladísimas como las de un felino. Además, su cara estaba empapada por el sudor y las lágrimas y su cola permanecía en una posición tiesa, completamente erizada.
Kya intentó escabullirse a rastras entre las piernas de las monjas, pero la madre superiora tenía otros planes para ella. Le pisoteó la espalda, aplastándola fuertemente contra el suelo y dejándola por unos segundos sin aire en los pulmones.
-¿A dónde crees que vas, aberración?- preguntó, agarrándola por las raíces del cabello y levantándola bruscamente del suelo.
Numerosos niños ahogaron gritos ante aquella dantesca escena. Casi le tenían más miedo a la religiosa que a la niña zorro.
Kya gritó y estalló en sollozos ante la visión de aquella mujer de apariencia tan desagradable sujetándola y golpeándola.
Con la otra mano, la agarró por una de las orejas sin nada de cuidado y se la retorció. Las orejas eran posiblemente la parte más sensible de su cuerpo y, aquella acción le produjo un dolor insoportable. Chilló y lloró desconsoladamente suplicando ayuda.
La mujer, completamente llena de odio, parecía estar disfrutando de torturarla.
Tack estaba tan conmocionado que los músculos habían dejado de responderle. No era capaz ni de parpadear. Tan sólo podía sentir asco hacia sí mismo. Su amiga estaba recibiendo una brutal paliza y el no era capaz de hacer nada para evitarlo.
De entre el miedo y el dolor, brotó una diminuta, pero muy inflamable chispa de ira en el corazón de Kya, que rápidamente se intensificó, convirtiéndose en una virulenta llama.
Sin saber cómo, su mano se iluminó con el color anaranjado del acero incandescente, mucho más brillante y amarillento en la punta de los dedos. Sin ningún rastro de titubeo o duda en sus movimientos, agarró el rostro de la religiosa entre sus dedos y clavó las uñas en sus mejillas. Sonó un desagradable sonido similar al del aceite hirviendo seguido de un potente olor a carne quemada.
Durante un fugaz instante, la mirada de Kya chocó con la de la madre superiora. Las tornas habían cambiado. Ni rastro quedaba del pánico en los ojos esmeralda de Kya, que ahora relucían con el ardiente color del fuego. Sin embargo, la sonrisa malévola de la monja había dado paso a una mueca de horror y de dolor.
La mujer cesó su agarre y se llevó las manos al rostro, gritando por el sufrimiento. Kya no perdió ni un instante y salió disparada sin mirar atrás y se escabulló por la primera ventana que pilló.
Cuando la religiosa retiró las manos de su cara, todos pudieron ver una grotesca quemadura que ocupaba gran parte de su piel. Se distinguían perfectamente los cinco dedos de la pequeña mano de Kya, marcados al rojo vivo en su arrugada tez.
-¡¡¡DEMONIO!!!-gritó con todas sus fuerzas, pero para entonces, las veloces piernas de Kya la habían llevado demasiado lejos de allí como para que pudiese escucharla.

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