• Capítulo VIII.

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• Capítulo VIII. Peonía Rosa.

Un mes después.

Abrió los ojos con pesadez y una pereza incomparables, observando cada rincón oscuro de la habitación. Ladeó la cabeza al lado contrario y sonrió internamente al ver que sobre su pecho desnudo su mujer estaba profundamente albanada, con una expresión de placidez en su rostro que cualquier pintor famoso moriría por plasmar en un lienzo, a juzgar por esa expresión parecía que no tenía intenciones de regresar del mundo onírico por el momento. Este hecho no le molestó para nada, al contrario, se encargaría de velar por el reposo de ella hasta que decidiera abrir sus amatistas cargadas de un profundo amor hacia él, porque eso es lo que se había propuesto a hacer desde que la tomó por esposa, se prometió cuidar siempre de ella y evitar que pasara por penurias.

Todo estaba marchando bien en su relación con Diane, no había día en el que no se sintiera afortunado por tenerla a su lado, a pesar de que no era merecedor de tal honor considerando seriamente lo imbécil que era la mayor parte del tiempo. Pero qué se le iba a hacer, aun con sus actos estúpidos ella le profetizaba un franco y tierno amor del cual se sentía indigno.

«¿Cómo la luna podría osar compararse con el sol?» se preguntaba aquel cobrizo, jugando con un travieso mechón bruno, cuidando no alar demasiado de éste para no lastimar y en consecuencia despertar de su letargo a su dama.

Y era verdad, porque Diane era como el sol, tan llena de esperanza, tan vivaz, tan dulce y risueña, mientras que él era la encarnación de la luna, tan sereno, melancólico, flébil y taciturno; a comparación de ella no era la gran cosa a su lado, su título de monarca más que ser un rango en la escala social parecía una responsabilidad con la que había nacido por ser descendiente del noble linaje de Oberón y su adorada Titania. Sus súbditos lo idolatraban y lo colmaban de adulaciones sobre su gran desempeño, su impecable linaje y su personalidad, aunque él no viera en sí mismo más que un ingenuo y un vago.

Era su opinión personal contra la de su gente y sus allegados tales como Helbram, Elaine y su propia cónyuge. ¿Qué tendría él que los demás vieran perfecto y él no fuese capaz de apreciar? Siempre se lo preguntó, mas nunca tuvo una respuesta a sus dudas y no parecía que se le fueran a solucionar así como así, las respuestas que le daban no le convencían en lo más mínimo.

«Eres perfecto como eres, puede que tú no lo veas por tu humildad, pero los demás podemos apreciar lo perfecto que eres, Harlequin».

Hace tan sólo unas horas su amada castaña le susurró al oído con su meliflua voz dichas palabras, en el preciso instante en que volvieron a ser uno solo. No había meditado en lo pronunciado por la de orbes amatistas gracias a la pasión del momento, sin embargo ahora que tenía la cabeza más fría se detuvo a pensar en lo que le había susurrado la noche anterior y una traviesa sonrisa se asomó por sus labios. De verdad era una mujer increíble, era la única con esa bella cualidad de ver belleza y bondad donde no parecía haberlas, desde siempre había sido así, sus memorias de la época en la que se conocieron eran claras como el agua y en dichas memorias siempre podía atestiguar lo inmaculada que era Diane.

 De verdad era una mujer increíble, era la única con esa bella cualidad de ver belleza y bondad donde no parecía haberlas, desde siempre había sido así, sus memorias de la época en la que se conocieron eran claras como el agua y en dichas memorias...

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❝ Le plus belle fleur du bois ❞.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora