La valentía

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A las seis en punto suena la alarma que marca el fin de mi turno en la piscina. Diligente, mi cuerpo emerge del agua y salgo, con chorros de agua cayéndome de los brazos y las piernas y estrellándose contra el suelo de baldosas de cerámica. Busco mis zapatillas y agarro mi mochila de un asa.

Me giro. A esta hora hay muy poca gente, solo un grupo de ancianos que hacen gimnasia en la piscina pequeña, guiados por una alegre personal trainer que se mueve con soltura al son de la música mientras su grupo intenta seguirle el ritmo, aunque sin demasiado éxito. Les cuesta levantar los brazos y mover la espalda, sus cuerpos están arrugados como pasas, y parecen contritos y acartonados. Me dan lástima los ancianos. Me pregunto cómo debe ser tener un cuerpo tan horrible. 

Los rayos de sol de la tarde se cuelan lánguidos por los altos ventanales de cristal. Arrancan destellos al agua, que se reflejan en el techo de placas de metal.

Me dirijo al vestuario masculino evitando mirar los espejos (no quiero ver mi cuerpo). Sin embargo, cuando estoy a punto de abrir la puerta de aluminio algo me hace recelar. Detrás de ella se oyen gritos, risas y comentarios en voz muy alta. Qué raro. En el vestuario de los abonados no suele haber tanto jaleo.

Abro la puerta e instantáneamente se me cae el alma a los pies. Es el equipo de balonmano del polideportivo. Alcanzo a entrever sus pieles desnudas y morenas, sus músculos, la ropa sudada, mustia, que cuelga tristemente de los ganchos. Hay un montón, puede que siete u ocho chicos en cada banco de madera. El vapor de agua se cuela de la zona de duchas, no veo bien. Huele a sudor, a desodorante intenso y agresivo, a algo fogoso y ardiente, a zapatillas de deporte malolientes. Huele a chicos. El olor me turba, cierro de un portazo.

Respiro entrecortadamente, me tiemblan las piernas, me duele la cabeza y creo que me estoy mareando. ¿Qué hacen aquí? ¿Qué hacen aquí, en el nombre de Dios? ¿Por qué? ¿Por qué, por qué, por qué? Dios mío, lo que más me hacía recelar cuando mi padre me hablaba de apuntarme a este polideportivo está pasando. Me giro con urgencia y, gracias a Dios, nadie parece darse cuenta que parezco sumido en un ataque de nervios.

Vale, no pasa nada, piensa. Entraré hasta encontrar un par de ganchos vacíos, tan rápido que nadie podrá darse cuenta de que he entrado. Me vestiré en menos de tres minutos y saldré corriendo. Sí. Va. Abro un poco la puerta y echo un vistazo por el resquicio. Y ahí está, un sitio vacío, un banco que hace esquina con la fila de taquillas. Está vacío, y no hay nadie a su alrededor a un radio de varios metros. Es mío. Tengo que entrar. Tengo que entrar ahora.

Venga, Gabriel. Lánzate. Es ahora o nunca. Uno, dos , tres, cuatro.

Cinco.

Abro la puerta sin pensar y, casi patinando y sin llegar a ver nada por mi agitación, acabo en el rincón que hace unos segundos estaban mirando. Dejo la mochila en el banco, y me paro unos instantes para que mi respiración se tranquilice.

Giro la cabeza y echo un rapidísimo vistazo al vestuario. Es tan rápido que parece un tic nervioso y de mi cuello surge un inquietante crujido. Nadie me ha visto, nadie se ha dado cuenta de que estoy aquí. Bien. Sin embargo, en mi retina aún están grabadas las imágenes de cuerpos desnudos, de piel tersa y brillante por el agua, de calzoncillos tirados por el suelo.

Me obligo a pensar con claridad, a pesar de que noto a mi estómago como un manojo de nervios y noto todos y cada uno de mis músculos en tensión. Mi corazón palpita, y parece haber decidido trasladarse, lo noto justo en la parte de atrás de mi cabeza, palpitando con urgente y frenética insistencia. Necesito formar un pensamiento coherente.

Tengo que ducharme. Hace días que no me ducho y he de sacarme el cloro de la piel. Tengo que ducharme, es importante. Y eso significa que tengo que ducharme con ellos. Bien, no pasa nada. Hay una parte de mí que me pide a gritos que no vaya, me dice que esto no es una buena idea. Pero otra parte lo desea desesperadamente, le excita.

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