Capítulo 3

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Nuestro colegio está prácticamente en la otra punta de la ciudad. Hay una escuela pública cerca, pero mi padre decidió gastarse el dinero en una buena educación para nosotros, en vez de en viajes o reformas. La Fundación Santa Caterina de Siena es la única institución educativa completamente privada en varios kilómetros a la redonda, exceptuando los colegios de Barcelona, claro.

La niebla ya se ha disipado por completo y los rayos de sol caen sin piedad. Hoy hará calor. Puede que haya empezado el otoño, pero nuestro clima mediterráneo siempre se muestra reacio a abandonar el verano, es muy cabezón.

Jamie y yo caminamos en silencio hasta la parada de autobús, que está a un par de manzanas de nuestra casa. Saco nuestra T-10 (que se ha encarecido terriblemente) y la valido cuando entramos en el autobús.

Desde que Jamie y yo vamos solos al colegio (y de eso hace ya muchos años), siempre nos sentamos en la tercera fila de asientos, la del lado izquierdo. En ese aspecto, es una suerte vivir tan lejos, porque el autobús acaba de empezar la línea y está casi vacío.

Al principio nos peleábamos por estar en el asiento de la ventanilla, y más tarde por el del pasillo. Ahora me da igual y dejo que Jamie haga lo que le plazca.

Hoy decide la ventanilla. Nos sentamos con pesadez y el autobús arranca. Jamie exhala un suspiro de cansancio y apoya la barbilla en el asiento de delante, hasta media mañana no se despierta del todo. Me siento un poco culpable. Es por mi culpa que tengamos que madrugar tanto, porque yo entro antes, a las 08:30.

Conforme van pasando las paradas, el autobús se va llenando de adolescentes que van al colegio y de uniformes del Santa Caterina. Hay algunos amigos de Jamie que van acompañados por sus madres, pero él los saluda con una sacudida de cabeza y se queda donde está.

Eso me enternece. Sé perfectamente que llegará el día en que Jamie crecerá y querrá dejar de sentarse a mi lado para ir con sus amigos. Sé perfectamente que él sabe lo que dicen de mí, que lo ha oído y que al menos se da cuenta de que sólo tengo amigas. Y, sin embargo, sigue saludándome con entusiasmo cuando me ve en el patio y está más despierto, y sigue saltando de alegría a mi alrededor cada vez que me cuenta cualquier cosa. El mero hecho de que camine a mi lado y venga cuando le llame significa mucho para mí. Jamie y yo nos queremos de una forma discreta y sencilla, que es a la vez profunda y simple, algo que no creo que nadie entienda si no se tiene un hermano tan pequeño. Nuestra relación no es la de sana rivalidad y de competencia típica de unos hermanos, nos llevamos demasiados años para eso. En realidad (y más desde la muerte de mi madre), yo siempre me he movido por la delgada línea que separa a los padres de los hermanos mayores. Puedo ser su compañero de juegos, pero también soy el que le lleva y le trae todos días al colegio, le prepara las comidas, le viste y le peina por las mañanas. Jamie me importa. Es tan sencillo como eso.

El Santa Caterina es, probablemente, el edificio más imponente de todo el país. Deja atrás a la Puerta de los Leones del Congreso, está a millas de distancia en cuanto a majestuosidad de la Generalitat o incluso de la Sagrada Familia. El edificio, de mármol blanco, parece un auténtico templo griego, con esa impresionante escalinata que se yergue sobre la calzada y parezca que quiera comerte. Además, hay dos gigantescas estatuas de Santa Caterina de Siena y del Papa Juan Pablo II, de cuando vino a visitar el colegio. Sin embargo, como la Puerta de los Leones, la portalada principal del colegio sólo se abre para ocasiones solemnes, como el primer y el último día de curso, el día del santo de Santa Caterina o el día del concierto de Navidad. Diariamente utilizamos una puertecita que hay a la derecha de la gran escalinata y no da a la avenida, y es una puerta normal, de madera barnizada. No hay mármoles ni ceremonias.

Cuando llegamos al patio de tierra seca que hay en la entrada, la mayoría de mis compañeros ya han llegado y están esperando a que toque el timbre. Jamie se despide con una cabezada y va a un extremo del patio, donde un par de niños de su curso le esperan.

Aparto la mirada y, hastiado, la dirijo hacia los miembros de mi propio curso. Gracias a Dios, los chicos están esparcidos por el fondo, así que no tendré que pasar entre ellos para llegar hasta mis amigas, como ocurre a veces. Distingo a María entre la multitud y voy hacia ella.

-        ¡Buenos días, Gabriel! -me saluda con alegría. Pero no parece muy contenta-

-        ¡Hola! ¿Qué te ocurre?

Por toda respuesta, se estira de sus pantalones de chándal, con los labios fruncidos. Ah claro.

Los padres de María pertenecen a una pequeña secta cristiana de la ciudad, se llaman a sí mismos la Organización de Siervos por la Fe y Misioneros. Cuando éramos más pequeños, María siempre venía a clase con largas faldas de vuelo y medias muy tupidas, incluso en verano. Además, nunca se cortaba el pelo, y lo llegó a tener a la altura de la cadera. Ahora, ya no lleva medias, pero sigue con sus anticuados vestidos, por eso llevar pantalones no acaba de gustarle mucho. Tiene cinco hermanas más, y todas van al Santa Caterina. Si mi padre tiene que pagar un riñón y medio cada mes para pagarnos a nosotros dos, ni me imagino la cantidad de dinero que tiene que tener su familia.

También es muy blanca, y tiene el cabello rubio pálido cortado a la altura de la barbilla. Es quebradizo y nada abundante,  tan fino que parece flotar alrededor de su cabeza, como una nube dorada. Ahora mismo tiene los labios tan apretados que son sólo una estrecha rendija en su cara. Siempre hemos sido muy amigos, pero sus padres nunca han llegado a caerme bien del todo. Mi padre tampoco los aprueba, dice que son ricos fanáticos religiosos que agobian y asfixian  a sus hijas con los preceptos de su Iglesia. Tengo miedo de lo que ocurra si María se entera de lo que soy. Probablemente no vuelva a hablarme jamás.

Saludo al resto de mis amigas. Entre todos hemos convenido no darnos besos en las mejillas cada vez que nos vemos. Es algo que nunca hemos hecho y, desagradablemente, parece haberse puesto de moda, pues el grupo de nuestro lado no para de besuquearse las mejillas cada vez que llega una nueva miembro. Creemos que es una tontería tener que darnos besos cuando nos vemos por la mañana y cuando nos despedimos por tarde, teniendo en cuenta que nos veremos al día siguiente.

El timbre suena y no da tiempo de decir nada más.

Marina, la profesora de Historia, nos habla de Prusia y del Sacro Imperio. Yo hago ver que tomo apuntes pero en realidad no presto atención a lo que dice, aunque debería hacerlo, y por partida doble: adoro historia. Mi vista se desvía continuamente hacia el reloj colgado al lado del crucifijo, los minutos pasan con angustiosa rapidez. Después viene la hora doble de Educación Física.

No me importa la clase en sí, lo que me preocupa es lo que viene después, es decir, el vestuario. Puede que esta especie de aversión la tenga por un recuerdo, un recuerdo importantísimo en todos aquellos que también son de mi condición. Bueno, creo que lo tienen. Nunca he conocido ninguno. Ni ninguna.

Yo tenía ocho años y estábamos en septiembre, acababa de empezar tercero de primaria. Acabamos la clase de Educación Física y me dirigí, como siempre, al vestuario en compañía de mi mejor amiga de la infancia, Amelia. Hasta entonces, todos nos habíamos cambiado felizmente unos con otros, sin importar nuestro sexo. Entonces, Amelia me cerró la puerta del vestuario en las narices. Recuerdo contemplar la puerta blanca y abollada en algunos puntos, picando con insistencia y exasperándome, creyendo que no era más que otra broma de Amelia.

Supongo que en ese momento Amelia me abrió y me dijo que tenía que irme al vestuario masculino. O tal vez el profesor de Educación Física me encontró y me llevó a mi sitio, cual oveja descarriada del rebaño. El caso es que lo siguiente que recuerdo es estar plantado en medio del vestuario masculino, sin saber qué hacer. Me dirigí a un gancho, dejé mi mochila y me giré. A mi alrededor, los niños de mi clase jugaban a perseguirse por entre los bancos, saltaban, se cambiaban y hablaban. Justo entonces me di cuenta de algo insólito, algo que debería de haberme fijado hace mucho tiempo. Justo entonces, me di cuenta de que no tenía amigos.

Mi aversión por los vestuarios tiene que ver, también, con el recuerdo de cuando todos se rieron de mí cuando estábamos en quinto de primaria porque no sabía que era la masturbación. O cuando se rieron de mí la semana siguiente porque lo había buscado en el diccionario. O cuando, entre sexto y primero de secundaria, Félix se dedicaba a esconderme las chanclas en el lavabo o a tirarme los calzoncillos por la ventana. De un modo u otro, las situaciones más vergonzosas y embarazosas de mi vida las he vivido en un vestuario.

La valentíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora