Capítulo 2

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Tardo unos segundos en dejar de de revolverme en la cama. Estoy tan alterado que mi cabeza choca con la litera superior y acabo tirado sobre el colchón, agotado, exhausto y respirando con dificultad.

La serena oscuridad de mi habitación me envuelve, y el sonido de la respiración de mi hermano me tranquiliza. Lo noto acurrucado en la litera de arriba, justo encima de mí, su pecho sube y baja, despacio. No me extraña que mis movimientos agitados no le hayan despertado. Siempre ha tenido el sueño muy profundo.

Tengo la sábana enrollada alrededor de mi cuerpo, mis músculos tiemblan y estoy cubierto de una capa de sudor frío. Me incorporo con cuidado de no chocarme otra vez con la litera y saco las piernas de la cama. Poso mis pies desnudos sobre el frío suelo de la habitación y me levanto, dirigiéndome al baño.

El chorro de agua que sale del grifo me acaba de despertar, también me tranquiliza. Observo mi reflejo en el espejo.

Soy consciente de que no soy atractivo. Tengo la cara demasiado larga, angulosa y estrecha,  es tan afilada y puntiaguda que mi barbilla casi acaba en pincho. El cuello de la camiseta, demasiado grande para mí, deja ver una clavícula huesuda y prominente. Además, mis ojos azules son demasiado grandes, y mi cabello es de un rubio pálido, débil. Soy bajo y pequeño, mis hombros son muy estrechos y mis piernas demasiado delgadas y blancas. Mi vello es casi inexistente, a pesar de que hace meses que cumplí los quince años. Eso sí, sigo teniendo mi tez pálida de siempre, tan pálida que parezco recién salido de la bruma. Aunque eso es mejor que los granitos rojos y negros que parecen estar invadiendo las caras de mis compañeros.

Siempre he pensado que tengo una cara de persona mala, tan puntiaguda y recta. O de persona asustada. En cualquier caso, no la de una persona bella.

Miro el reloj que tenemos en la esquina del baño, son las 07:02. Sonrío. Yo nunca he necesitado despertador. Mi cuerpo funciona como una alarma que se activa de forma inconsciente según la hora a la que me quiera levantar. Es extraño, pero también muy útil.

Vuelvo a nuestra habitación, ya estoy más relajado. Solo ha sido una estúpida pesadilla. No tiene por qué pasar algo así nunca.

Levanto la persiana, que chirría como si la estuvieran torturando. La fría luz del amanecer ilumina el cuarto. Atisbo al exterior, pegando la nariz al cristal. Como cada día, los rayos de sol se enzarzan en la lucha diaria de disipar la niebla matinal, que me deja ver las siluetas de los árboles de nuestra calle.

Algo blando y ligero me da en la espalda. Mi hermano me ha lanzado su cojín desde la litera. Yo sonrío y voy a su cama a hacerle cosquillas. Su cuerpo emerge de las sábanas.

-        ¿Por qué... por qué es de día? -pregunta entrecerrando los ojos-

-        Si te contestara nos pasaríamos dos horas enteras aquí. -respondo, sonriendo de nuevo- Venga, es lunes y hay que ir al colegio. Baja ya.

Con dificultad, mi hermano se sienta en la cama y se tapa la cara con una mano, protegiéndose de la luz. Tiene el cabello enmarañado y los ojos soñolientos. Con torpeza, empieza a bajar los travesaños de la litera, estando a punto de caer al suelo en el proceso, de lo dormido que está. Me preocupo y voy hacia él, pero consigue poner los pies en el suelo ileso. Le he comentado a mi padre varias veces que cambiemos de litera, me inquieta que algún día pueda caerse por las escaleras.

Así, mi hermano Jamie, de nueve años de edad, se levanta y empieza un nuevo día.

Nos vestimos en silencio. El lunes es el único día de la semana que Jamie y yo no vamos vestidos igual. Hoy llevo el chándal del colegio para la clase de Educación Física y él lleva el uniforme de diario. Le ayudo a anudarse la corbata, sus dedos torpes apenas pueden ver lo que hacen.

-        ¿Has metido tus deberes del fin de semana en la mochila? -le pregunto-

Jamie masculla algo ininteligible.

Él come los cereales con la vista fija en la caja de cartón del desayuno, con expresión sombría y malhumorada. No dice nada y tampoco espero que lo haga. Es lunes, son las siete de la mañana y no ha tenido una pesadilla. Sin embargo, hoy me sorprende.

-        Esta noche has gritado en sueños. -me informa, como si yo no lo supiera.

-        Sí. -no quiero hablar del tema.

-        ¿Daba... daba mucho miedo?

Levanto la mirada y mis ojos se encuentran con los suyos. Realmente parece preocupado. Yo le sonrío para tranquilizarle. Jamie siempre me hace sonreír, incluso por la mañana.

-        No te preocupes, sólo era una tonta pesadilla. Ahora es de día, y vuelves a tener a tu hermano valeroso y valiente de siempre. -alzo un puño con gesto heroico mientras digo esto. Jamie me ignora.

Recojo los cuencos y los pongo en el fregadero, no hay tiempo para lavarlos. Me dirijo con Jamie a la encimera, donde mi padre nos ha dejado las dos bolsas de papel con nuestros respectivos almuerzos, hoy hay un bocadillo de queso para cada uno.

Mi padre siempre ha querido ser pintor. Por eso, desde que tengo memoria que cada mañana pinta en nuestras bolsas de papel un dibujo diferente. Luego, al final de cada mes Jamie y yo cogemos todas las bolsas, las doblamos con cuidado y las metemos en las cajitas de metal que tanto le gustaban a mi madre, y que aún están encima del armario de su habitación. Puede parecer un hábito extraño, pero a todos nos da la sensación de que mi madre, esté donde esté, está también con nosotros en esos momentos.

Hoy yo tengo un manzano y Jamie un remolinillo de viento con hojas amarillas revoloteando a su alrededor. Voy hacia el calendario y sonrío.

-        Hoy empieza el otoño, Jamie.

Jamie gruñe.

-        ¿Qué te pasa? -pregunto mientras vamos al baño a lavarnos los dientes- Creía que el otoño era tu estación favorita.

-        Y lo es. -se queja Jamie- Pero eso era antes de que la Maria Gràcia se haya pasado toda la semana hablando de él. Y nos ha pedido que mañana traigamos una hoja de otoño, porque las engancharemos todas, haremos un mural y lo colgaremos en el pasillo de los de quinto...

Tiene un tono de voz lastimero, parece deprimido y lo entiendo. Las hojas nos traen recuerdos desagradables a los dos. De cuando mi madre murió y mi padre se encerró en sí mismo, viendo como sus hijos se convertían progresivamente en sacos de piel y huesos. Un día, cogí de la mano a Jamie y lo llevé calle arriba. Recogía hojas muertas del suelo, de una en una porque mis manos eran demasiado pequeñas, y se las daba para que comiera. La policía nos encontró, y entonces todo se vino abajo.

Observo su rostro a través del espejo. También es pequeño y pálido, como yo, y también tiene unos ojos demasiado grandes para su cara, pero son hermosos, de un verde centelleante. Mi madre solía bromear diciendo que tenía a dos búhos por hijos, dos búhos de inmensos y lastimosos ojos claros, que la miraban fijos, sin pestañear.

Le aprieto un hombro y le sonrío a través del espejo. Jamie me mira, y él también sonríe, vacilante.

Fuimos a que le cortaran el pelo hace un par de semanas así que no hace falta peinarlo. Sólo le paso la mano por su cabecita, los pelitos castaño claro casi me pinchan la piel.

-        Venga, vámonos.

La valentíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora