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Caminaba sobre la acera desgastada y mis ojos divagaban en los rostros que el destino eligió colocar en aquel instante de la existencia.
Entonces reconocí que me incomodaba pensar en la espontaneidad de los hechos que ocurren segundo tras segundo frente a nosotros. Tan intangible y tan incontrolable que descoloca. El sinfín de posibilidades dentro de la infinita duda de ¿qué podría pasar?.
Y sin embargo las circunstancias se daban, aunque quería comprenderlas y darles un porqué, a pesar de que la inconformidad me ahogaba conforme avanzaba en esas calles cuyos nombres mantengo en el olvido.
Vi dolor, vi miseria, vi cotidianeidad, vi amor, vi inseguridades. Todo sucedía en ese tiempo, en ese fragmento de eternidad que estaba palpando.
Los sonidos se aglomeraban en la curvatura de mis orejas al compás de mi cansado cerebro en su intento de analizar el entonces ahora. Y seguía sin entender, porque aprecié en la mano de esa chica una rosa por la cual debería sentirse dichosa, pero sólo había lágrimas cayendo sobre los pétalos. Miré al pequeño niño rogarme por un pesito para el pasaje mientras su hermano aún menor le susurraba que había logrado robar algo de un bar. Reconocí el agotamiento de aquel trabajador a la vez que un auto de alta gama volaba ligeramente mi cabello por la rapidez con la que arrasaba. Incluso me encontré a mi misma sonriendo cuando la cabeza estaba a punto de estallarme.
El carácter imprevisto de las situaciones es tan agobiante como reconfortante, porque aunque pensemos que nuestro poder sobre ellas se escurre de nuestras manos, eso no sucede teniendo en cuenta que desde un principio nunca somos ni seremos capaces de controlar aquello que pueda suceder.
Incluso hablar de tiempo es absurdo, porque pasa y el ahora de recién ya es pasado sin siquiera notarlo.

qué poco agradable circular por estas avenidas de desconcierto (y aún así las sigo transitando).

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