Capítulo 1

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En Lothian, en aquella época del año, el sol casi no se daba re­poso; la reina Morgause despertó cuando la luz empezó a futrar­se por entre las colgaduras, aunque era tan temprano que las gaviotas apenas se movían. Pero ya había suficiente claridad para divisar el cuerpo velludo y musculoso del joven que dor­mía a su lado... privilegio que había disfrutado durante la mayor parte del invierno. Era uno de los escuderos de Lot, y había diri­gido miradas lánguidas a la reina aun antes de que muriera su señor. Y en la larga oscuridad del invierno pasado era demasia­do pretender que durmiera sola en la fría alcoba real.

Lot no había sido tan buen rey, pensó Morgause, entornan­do los ojos ante la luz creciente. Pero su gobierno había sido lar­go: reinaba ya antes de que Uther Pendragón llegara al trono y su pueblo se había acostumbrado a él. Su sucesor habría tenido que ser su primogénito pero, desde la coronación de Arturo, Gawaine apenas visitaba su tierra natal y el pueblo no lo conocía. En Lothian, con la región en paz, las Tribus no tenían inconve­niente en dejarse gobernar por su reina, con su hijo Agravaín cerca por si, en caso de guerra, se necesitaba un jinete. Desde tiempos inmemoriales era una reina quien ocupaba el trono, así como la Diosa imperaba sobre los dioses, y estaban satisfechos con ese orden de cosas.

Pero Gawaine no se apartaba de Arturo, ni siquiera cuan­do Lanzarote fue al norte para comprobar, según dijo, que los faros de la costa funcionaban bien. Morgana suponía, antes bien, que llegaba a averiguar si había allí oposición al mando del gran rey.

Fue entonces cuando supo de la muerte de Igraine. En su juventud no habían sido amigas; Morgause siempre envidió la belleza de su hermana mayor y el hecho de que Viviana la hubiera escogido para Uther Pendragón. Sin embargo, al saber que Igraine había muerto la lloró sinceramente, lamentando no haber tenido tiempo para visitarla en Tintagel antes de morir. Tenía ahora tan pocas amigas... Sus damas habían sido escogidas por Lot, principalmente por su belleza o su buena disposición hacia él. Respetaba el talento de su esposa y la consultan en todo, pero para su lecho prefería a las mujeres hermosas de poco seso.

Lochlann se movió a su lado, soñoliento, y la encerró en­tre sus brazos; por el momento, Morgause dejó de reflexionar Pasado el entusiasmo, cuando el joven bajó la escalera hacia la letrina exterior, Morgause pensó súbitamente que echaba de menos a su esposo. No porque hubiera sido muy diestro en aquel tipo de juegos (ya era anciano cuando la desposó), sino porque, cuando aquello terminaba, sabía hablar con juicio so­bre lo que se tenía que hacer en el reino o lo que acontecía en Britania.

Cuando Lochlann volvió, el sol ya estaba cobrando fuerzas y el grito de las gaviotas daba vida al aire. Morgause percibió li­geros ruidos en la planta baja. Alguien estaba horneando tortitas de avena. Le dio un beso rápido y le dijo:

—Tienes que irte, querido. Te quiero fuera de aquí antes de que venga Gwydion. Ya es mayor y empieza a darse cuen­ta de las cosas.

Lochlann rió entre dientes.

—Ése empezó a darse cuenta de todo cuando lo destetaron. Durante la estancia de Lanzarote vigilaba cada uno de sus mo­vimientos, hasta en Beltane. Pero no creo que debas preocupar­te; no tiene edad para pensar en esto.

—No estoy tan segura —replicó Morgause, dándole una palmadita en la mejilla.

Gwydion tenía por costumbre actuar sólo cuando estaba seguro de que nadie se reiría de él por su corta edad. Dueño de sí como era, no soportaba que le prohibieran algo por ser demasia­do pequeño. Morgause recordaba algunas ocasiones en que le había contestado, con gran decisión en la carita morena: «Lo haré y no podéis impedírmelo.» Ante lo cual sólo podía adver­tirle: «No lo harás o yo misma te daré una paliza.» En realidad, los castigos no hacían sino acentuar su actitud desafiante. Nin­guno de sus hijos, ni aun el empecinado Gareth, había sido tan rebelde. Gwydion decidía y actuaba por cuenta propia. Por eso, con el correr del tiempo, Morgause había adoptado métodos más sutiles: «No lo harás, si no quieres que mande a tu niñera bajarte los pantalones y azotarte delante de toda la casa, como al niño de cuatro años.» Aquello fue efectivo durante un tiempo, pues él era muy consciente de su dignidad. Pero ya no había modo de impedirle nada. Habría hecho falta mano de hombre duro para azotarlo como era necesario, pero Gwydion se las componía para inspirar arrepentimiento a quien lo ofendiera, tarde o temprano.

Las Nieblas De Avalón III: El Macho ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora