Capítulo 9

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El verano en las colinas. En el jardín de la reina, el huerto se cu­brió de flores rosas y blancas. Morgana. que caminaba entre los árboles, sentía en la sangre una dolorosa nostalgia al recordar la primavera de Avalón. Se acercaba el solsticio de verano; al cal­cularlo, Morgana se dijo, melancólica, que los efectos de media existencia vivida en Avalón empezaban a esfumarse: las mareas ya no corrían por su sangre.

«¿Por qué engañarme? No es que lo haya olvidado, sino que ya no me permito experimentarlas.» Morgana se analizó desapasionadamente: túnica oscura y lujosa, las joyas de Igraine y las de su predecesora. A Uriens le gustaba verla ataviada como corresponde a una reina. «Algunos reyes matan a sus pri­sioneros políticos o los esclavizan en sus minas. Si al rey de Ga­les del norte le place cargar de alhajas a su cautiva y exhibirla a su lado bajo el título de reina, ¿por qué no?» Aun así, sentía en su plenitud el flujo del verano. Hacia abajo, en la ladera, un la­briego azuzaba a su buey con exclamaciones. Era la víspera del solsticio.

El domingo un cura llevaría su procesión de antorchas alre­dedor de los sembrados, entonando salmos y bendiciones. Los aristócratas y los caballeros más ricos, todos cristianos, habían persuadido al pueblo de que, en un país cristiano, aquello era más decoroso que las costumbres antiguas de encender fogatas y convocar a la Diosa con el culto antiguo. No por primera vez, Morgana lamentó no ser sólo una de las sacerdotisas, sin la san­gre real de Avalón.

«Aún estaría allá —pensó—, trabajando para la Dama, en vez de ser un náufrago perdido en tierra extraña...» De pronto se volvió para cruzar el jardín en flor, con la mirada baja para no ver los capullos de los manzanos.

«La primavera viene una y otra vez, y la sigue el verano con su fructificación. Pero yo sigo sola y estéril, como esas vírgenes cristianas encerradas entre los muros de los conventos.» Impuso su voluntad a las lágrimas, que últimamente parecían estar siem­pre a punto de aflorar, y entró. Detrás de ella, el sol poniente ex­tendió su carmesí sobre los sembrados, pero se negó a mirarlo; allí todo era gris y yermo. «Tan gris y yermo como yo.»

Una de las mujeres la saludó diciendo:

—El rey ha vuelto, mi señora, y quiere veros en su alcoba.

—Sí, supongo que sí —dijo Morgana, más para sí misma que para la mujer. Un fuerte dolor de cabeza le oprimía la fren­te; durante un momento no pudo respirar ni caminar por la oscu­ridad interior del castillo que, durante todo el frío invierno, se había cerrado en torno a ella como una trampa. Reprochándo­se tales tonterías, apretó los dientes y entró en la alcoba de Uriens. Lo encontró a medio vestir, tendido en la cama, mien­tras su criado le frotaba la espalda.

—Has vuelto a fatigarte —dijo Morgana. Y evitó añadir: «Ya no tienes edad para recorrer tus tierras de ese modo.»

Uriens había ido a una población cercana, para mediar en una disputa de tierras. Ahora quería que ella se sentara a su lado y escuchara lo sucedido. Morgana ocupó una silla, prestándole atención sólo a medias.

—Puedes irte, Berec —dijo a su criado—. Mi señora me traerá la ropa. —Y cuando el hombre se fue pidió—¿Me frotas los pies, Morgana? Tienes mejores manos que él.

—Claro. Pero tendrás que sentarte en la silla.

Uriens tendió las manos para que su esposa lo ayudara a le­vantarse. Morgana le puso un escabel bajo los pies y se arrodilló a su lado para restregar los pies flacos y encallecidos, hasta que la sangre subió a la superficie, dándoles nuevamente un aspecto de vida. Luego le masajeó los dedos torcidos con aceites de hierbas.

—Tienes que encargar a tu criado que te haga botas nuevas —le dijo—. Las viejas, con ese desgarro, te harán una llaga aquí. ¿Ves la ampolla?

Las Nieblas De Avalón III: El Macho ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora