Capítulo 8

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Tras separarse de Arturo y Ginebra, Morgana se echó una capa encima y salió precipitadamente, sin preocuparse de la lluvia. Caminó sola por las altas fortificaciones; al pie de la colina se amontonaban las tiendas de los caballeros, reyes me­nores e invitados. Pese a la lluvia, los estandartes y las bande­ras flameaban alegremente. Pero el cielo estaba oscuro, con densos nubarrones que casi alcanzaban a tocar la cumbre del cerro. El Espíritu Santo podría haber escogido un día mejor para descender sobre su pueblo..., y especialmente sobre Arturo.

Oh, sí, Ginebra no le daría paz hasta que se hubiera puesto en manos de los curas. ¿Y qué pasaría con el juramento hecho a Avalón?

Sin embargo, si el destino quería que Gwydion ocupara un día el trono de su padre... nadie podía escapar de su destino.

Tuvo la sensación de que, a su alrededor, el mundo se tor­naba gris y extraño, como si se encontrara entre las brumas de Avalón; sentía un extraño zumbido en la cabeza.

En el aire parecía haber un terrible clamor que la ensorde­cía. Eran las campanas de la iglesia, llamando a misa. No podía ir a sentarse tranquilamente allí, escuchando con amable aten­ción sólo porque las damas de la reina tenían que dar ejemplo a los demás. Los muros la sofocarían: el humo del incienso y los murmullos de los curas acabarían por enloquecerla. Era mejor quedarse allí, bajo la lluvia clara. Por fin recordó cubrirse el pelo con la capucha; las cintas del peinado ya estaban mojadas. Cuando se las quitó le mancharon los dedos de rojo; qué mal te­ñidas estaban, para ser tan caras.

Pero la lluvia amainaba y la gente empezaba a caminar en­tre las tiendas.

—Hoy no habrá justas —dijo una voz tras ella—. De lo contrario os pediría una de esas cintas que os estáis quitando para llevarla al combate como prenda de honor, señora Morgana.

Ella parpadeó, tratando de dominarse. El hombre era joven y esbelto, de pelo y ojos oscuros; tenía un aire familiar, pero no llegaba a recordarlo.

—¿No me reconocéis, señora? —le reprochó—. Sin em­bargo, me dijeron que, hace un año o dos, apostasteis una cinta por mí contra quienes creían invencible a Lanzarote.

Nunca había conocido el resultado de aquella apuesta.

—Claro que os recuerdo, señor Accolon; pero no olvidéis que aquella fiesta de Pentecostés concluyó con el brutal asesi­nato de mi madre tutelar.

De inmediato él se puso contrito.

—Perdonadme por traeros a la memoria una ocasión tan triste. Y supongo que tendremos muchas justas y combates an­tes de partir; ahora que no hay guerra en el país mi señor Arturo quiere asegurarse de que sus legiones aún están en condiciones de defendernos.

—¿Echáis de menos los días de batallas gloriosas?

El joven tenía una sonrisa simpática.

—Combatí en Monte Badon —dijo—. Fue mi primera ba­talla y estuvo a punto de ser la última. Es mejor medirse con amigos para que las señoras hermosas se entretengan y nos ad­miren.

Mientras charlaban se habían acercado a la iglesia; el tañi­do de las campanas casi ahogaba su voz, agradable y musical. Morgana se preguntó si sabría tocar la lira. De pronto volvió la espalda a las campanas.

—¿No vais a misa, señora?

Con una sonrisa, bajó los ojos hacia las muñecas de Accolon y deslizó un dedo por una de las serpientes que allí se enros­caban.

—¿Y vos?

—No sé. Quizá para ver a mis amigos... No, creo que no. Habiendo una señora con quien charlar.

Las Nieblas De Avalón III: El Macho ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora