Preludio IV - Fragmento 1 de 2

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Sobre el Acantilado Blanco, tiempo atrás, hombres y mujeres cuya raza, nombre y destino habían quedado sellados por el olvido, levantaron una torre esbelta de granito blanco, desde la cual se dominaba el océano hacia el horizonte septentrional. Para cuando el Capitán Ireeyi descubrió por una simpleza del destino la isla, el tiempo había borrado a sus habitantes y reducido la torre a unas cuantas piedras a lo largo del borde del acantilado.

La primera vez que desembarcó en La Dormida, Kert había explorado sus rincones casi con la misma ilusión del niño que ha encontrado un jardín secreto detrás de su nueva casa. Su ávida curiosidad le llevó a la cúspide del acantilado y al encaramarse sobre los restos de un desdentado muro de apenas medio metro de altura, había quedado frente a la inmensidad de un mar que reflejaba como un pulido espejo el brillante azul del cielo. Allí de pie, azotado por la brisa densa y salada, tuvo la sensación, extrañamente placentera, de que si giraba la cabeza la isla habría desaparecido y él estaría suspendido en la nada sobre el mundo.

Debió de haber sido ese recuerdo, el rememorar la paz que le asaltó aquel día, lo que le empujó a encaminar sus pasos hacia el Acantilado Blanco.

El trayecto en el frescor de la noche se le hizo fácil. La luz de las estrellas y una creciente luna como una ajada sonrisa, iluminaban con pálida claridad un estrecho sendero polvoriento y empinado, que zigzagueaba por el lado sur de la isla hasta llegar a la cumbre entre hermosos ejemplares de jagüey colorado y maricaos cargados de diminutos frutos amarillos. En los últimos tramos la vegetación menguaba, trasformándose en pequeños arbustos que bordeaban un camino encaramado entre peñascos.

Al coronar el precipicio, acalorado y algo sudoroso, Kert sintió crujir bajo sus botas la hierba que crecía en el amplio claro circular que la ausencia de la torre había creado. Caminó hacia el borde y alzándose sobre el mismo trozo de muro de la primera vez, se enfrentó a la noche.

El mar, semejante a un pozo negro donde despuntaban las rizadas olas con un destello plateado, se extendía ante él enlazándose en el horizonte con el cielo herido de estrellas. Abajo, en una caída abismal, a los pies del recio acantilado cuya pared de blancas piedras se erguía vertical e inaccesible, el Gran Azul rompía con la virulencia de un asesino, creando olas de espuma que trepaban por las rocas para volver a sus orígenes como una lluvia blanquecina y provocando un restallar sordo y continuado que ascendía monótono hasta la cúspide. Al inclinarse, los pies de Kert empujaron algunas pequeñas piedras sueltas hacia abajo; la oscuridad y la distancia le impidieron seguir su caída hasta el fondo.

Supo que sería doloroso. Salvo que la suerte se apiadara de él y le permitiera perder el conocimiento antes de estrellarse contra el erizado fondo, sufriría enormemente. Habría sido mejor haber muerto engullido por el océano, abandonar la vida en su dulce regazo, aunque no fue su propósito buscar la muerte cuando se arrojó tras el muchacho. En realidad se sorprendía de haberse sentido asaltado por la necesidad de extinguirse para siempre tanto como ahora se arrepentía de no haberlo conseguido. Sumergido en las aguas, los remordimientos por sus actos, por las muertes que pensaban sobre su conciencia, la desesperanza por ese frustrante sentimiento que no hallaba respuesta en el Capitán, le habían arrastrado inconscientemente hacia el fondo. Ver una última vez el rostro de Ireeyi le infundió el deseo tardío de continuar viviendo.

Y vivía. Pero, ¿con qué fin? Nándor y Pravian habían arriesgado demasiado al salvarle, y todo, ¿para qué? ¿Para verse nuevamente despreciado? ¿Para comprender que ni las creencias traicionadas ni el alma empeñada eran prendas que significaran algo para el Capitán? ¿Para encontrarse con que el destierro era la única recompensa a las injusticias obradas que pesarían eternamente sobre su conciencia?

Se sentía cansado. Enormemente cansado. De intentar mirar a través de sí mismo tratando de encontrar sentido a ese amor que padecía. De esperar alimentado sólo por frágiles ilusiones. Cansado de tanta muerte. La existencia que Ireeyi le exigía llevar le destrozaba, le causaba tanto dolor como desesperación y, aun así, había continuado adelante por él, por el amor sin juicio que sentía hacia él. Quizás algún día, en algún momento, hubiera logrado encontrar el equilibrio. Tal vez habría podido descubrir cómo ser lo que el Capitán esperaba de él sin renunciar a su humanidad y entonces, tal vez entonces, alcanzar a asomarse al corazón de Ireeyi oculto y protegido por la maraña de rencor y odio que lo envolvía. Pero el destierro le arrebataba cualquier oportunidad, el acto insensible de Ireeyi cercenaba toda esperanza y le condenaba a una existencia lamentando lo que pudo pero nunca fue.

Océanos de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora