Preludio III - Fragmento 2 de 2

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El pronóstico del primero de a bordo se cumplió.

Durante cinco jornadas el Dragón de Sangre navegó hacia La Dormida, una isla perdida en mitad de un mar que nadie se había preocupado en bautizar, llevando a la zaga al maltratado Reina del Abismo. El tiempo fue benigno y los vientos favorables y al atardecer del quinto día entraron en la fortificada bahía de la isla.

Kert no fue testigo de ello.

Un par de horas después de que Nándor le golpeara, había despertado en su hamaca. Cuando tuvo fuerzas suficientes, fue a enterrarse en lo más profundo de la bodega, entre sacos y barriles, amparado por la húmeda oscuridad, con el lamento del mar contra el casco del navío acunando su tristeza y su mutismo terco y resignado. Nadie sintió la tentación de acercársele para recordarle sus obligaciones ni ojos ávidos de contemplar su sufrimiento se posaron en él. No hubo recriminaciones. No hubo burlas ni escarnios. Pese a ello, la tripulación le tenía muy presente. Era el protagonista en sus charlas durante la faena, en las horas de asueto, a la caída de la noche. Algunos protestaban porque se le consentía abandonar el trabajo, porque nadie parecía querer poner freno a su evidente desafío. Otros, los que más, maldecían su osadía al tratar de salvar a un Maldito, pronunciaban la palabra traición demasiadas veces, conjeturaban sobre sus razones, su majadería, y disgustados, lamentaban la inmerecida clemencia que el Capitán había tenido con él.

—Debería estar muerto —apostillaban los más acérrimos.                    

—No pretendía causar mal —disentían unos pocos.

—El Capitán decidió.

—Mas bien se dejó enredar por Pravian —hubo quien se atrevió a afirmar.

—A ti sí que te ahorcará como te oiga dudar de su autoridad.

—El muchacho tiene su castigo —terminaba por sentenciar alguien—. El peor que se le podía aplicar.

Y entonces las cabezas asentían solemnes, y nadie rebatía tan certera afirmación, por una vez todos de acuerdo. Porque si algo sabían del joven con certeza era que para él, como para ellos mismos, el exilio suponía la más cruel de las condenas que podían infligirle.

El único que no participó en el ir y venir de chismes, elucubraciones y críticas, el único que se atrevió a invadir el improvisado refugio de Kert, fue el jefe de artilleros, y lo hizo la primera noche, portando un fanal de débil llama y un plato de pescado hervido.

—Esta escena me es familiar —había comentado, dejando la comida a los pies del joven, no sin antes asegurarse de que las ratas que pululaban por la bodega se hallaban en otros quehaceres—.  Creía que habrías madurado lo suficiente para no volver a comportarte como un niño caprichoso. No comer, no hablar, no trabajar, así sí que no consigues nada. Tan sólo logras que te vean como lo que no eres, un crío con una pataleta.

—¿Acaso si comiera, si hablara, si trabajara, si me enfrentara a todos, a él, lograría evitar el destierro? —inquirió, dirigiendo a Nándor unas serenas pupilas.

Éste respondió negando pesadamente con la cabeza.

—Entonces, ¿que más da si parezco un crío, un loco o un cobarde?

Y tras aquella pregunta y la imposibilidad de responderla, el artillero había abandonado la bodega, sabiéndose impotente para consolar a quien sentía que lo había perdido todo.

El Dragón de Sangre superó los escarpados acantilados que custodiaban la entrada a la bahía con las recias atalayas defensivas en su cúspide, reliquias bien conservadas de un vetusto pasado prospero y señorial, sin que Kert disfrutara del sobrecogedor espectáculo. Hundido en las profundidades de la fragata, no quiso surgir de su aislamiento para junto al resto de la tripulación y como en otras ocasiones, volver a admirar la belleza de La Dormida, una isla pequeña pero exuberante y generosa, convertida en refugio y hogar de los prosélitos del Demonio Blanco. La mayor parte del tiempo en ella solo habitaban unas pocas mujeres; algunas hijas, otras esposas, la mayoría viudas, que no tenían nada más en el mundo que la tierra bajo sus pies y el odio a los Malditos en los corazones, y que a falta de recursos para empuñar una espada o servir como marino, cuidaban de La Dormida y de los tripulantes convalecientes o inútiles para el servicio que quedaban varados en ella. Pero cuando regresaba alguno de los barcos de la flota, el lugar despertaba alegremente de su soñolienta paz y se transformaba en un bullicioso ir y venir de hombres y mujeres, deseosos de disfrutar de cada segundo que la muerte aún no les había arrebatado.

Océanos de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora