La batalla había terminado siendo una carnicería. En el instante en que los dos navíos, una veloz fragata y un galeón de terrible presencia, les salieron al paso a la altura del cabo Prémulo, su suerte estuvo echada. De los treinta tripulantes y doce pasajeros de la hermosa goleta Escualo, apenas si sobrevivían una decena y algunos, tal vez demasiados, no verían un nuevo amanecer.
Él podía considerarse afortunado; había salido casi indemne. Tan sólo un par de cortes superficiales y aquel golpe humillante en la nuca que a poco de iniciarse la refriega le había dejado fuera de combate. Ahora era uno más de los prisioneros encadenados con grilletes sobre la cubierta de la temida fragata Dragón de Sangre, que contemplaban desde estribor cómo lo que quedaba del Escualo, un cascarón informe de humeantes maderas entre ellos y el Reina del Abismo, se hundía en las profundidades del mar de Váldicka.
Volvió la vista hacia el castillo de popa, temeroso y a la vez impaciente. Sabía que tarde o temprano él haría su aparición, como contaban los rumores, para anunciar la sentencia a los supervivientes.
Cuántas veces había oído hablar a los viejos marineros, durante las noches de vigilia en la cubierta del Escualo, del temible Capitán Ireeyi, aquel al que llamaban Demonio Blanco; pirata, asesino, saqueador, el amo y señor de los mares al sur del continente de Parvilian; némesis de los clanes selabios Oren y Mayanta. En aquellas largas noches había escuchado muchas historias escabrosas y difíciles de imaginar con el capitán del Dragón de Sangre como omnipotente protagonista; un ser, a los ojos de los marineros, mitad mito, mitad realidad; una sombra escurridiza a la que nadie podía dar un rostro porque, según contaban, los que se enfrentaban cara a cara con él no vivían lo suficiente para describirle. Del Capitán Ireeyi decían que era la reencarnación del mismísimo Baala, el demonio marino, y que cuando asaltaba un barco gozaba despedazando a los tripulantes con sus propias manos y bebiendo su sangre. Había quien aseguraba que en su infancia fue un esclavo de los clanes Oren y Mayanta y que de ahí procedía el visceral odio que vertía sobre ellos. Otros afirmaban que en realidad se trataba del hijo de un monarca norteño, caído en desgracia, que buscaba hacer méritos antes de retornar a su reino septentrional más allá de Parvilian.
Todas aquellas historias resonaban ahora en su cabeza una y otra vez mientras esperaba ver el rostro del que sin duda sería su verdugo.
Recorrió con la vista su entorno y contempló a los que habían sido sus compañeros en el Escualo. Algunos permanecían en pie como él, otros se retorcían postrados, manchando con su sangre las tablas de la cubierta. Los vencedores, todos marineros curtidos y feroces, les observaban mientras lanzaban insultos y groseros comentarios que no recibían contestación.
—Eh, Kert.
Giró la cabeza al oír que alguien susurraba su nombre.
—Kert, muchacho, ¿estás bien?
Entre los marineros tumbados divisó al que hasta entonces había sido el segundo de a bordo; tenía la pechera de la camisa empapada de sangre y respiraba con dificultad, pero aún así le sonreía tratando de reconfortarle. Quiso responder a su pregunta, pero sonó una llamada de aviso y la cubierta enmudeció. Hasta los heridos dejaron por unos instantes de lamentarse para fijar su vista en el castillo de popa, donde una figura alta y esbelta, inclinada sobre la barandilla, examinaba con una gélida expresión al grupo de encadenados.
Kert siguió la dirección de todas las miradas y por un momento no supo si sus ojos le mentían. La persona que les observaba era un joven de apenas veintidós o veintitrés años, unos pocos más que él, majestuoso en su porte, seguro y sereno. Sus ropas mostraban indicios de la reciente batalla: sangre y desgarros en la camisola blanca que vestía, un siete en la pernera del pantalón que dejaba entrever una herida sangrante recorriéndole el muslo. Sobre los hombros le caía una larga cabellera plateada que enmarcaba un rostro bronceado, de altos pómulos y mentón firme, desde donde unos ojos rasgados y oscuros miraban desafiantes.
Aquel era sin duda el Capitán Ireeyi, el Demonio Blanco, terror de los Reinos Marinos de Quart, la reencarnación de Baala, el esclavo, el príncipe; quizás todo eso y mucho más. Pero sus ojos... Fascinado, Kert contempló aquellos ojos; dos piedras oscuras, heladas, que examinaban indiferentes el mundo. Tal vez no fuera más que un joven con pocos años a sus espaldas, pero tenía una mirada anciana y sombría, profunda como los abismos donde la vida se vierte y perece.
De repente, esos mismos ojos insondables se volvieron hacia él, y sintió que todo su ser se agitaba, acometido por una imprecisa conmoción. Cautivado, igual que un animal al que un cazador ha sorprendido en mitad de la floresta, sostuvo su mirada, y al instante se supo invadido y expuesto, como si aquellos abismales pozos que eran sus pupilas tuvieran la facultad de ver en su interior. Se percató del peligro, de que su actitud podía ser tomada como una falta de respeto o un desafío y ello acarrearle un duro castigo, y aún así no consiguió retraerse de su hermosura, liberarse de su magnetismo. Fue al cabo de unos segundos cuando, al notar que su rostro enrojecía, ladeó avergonzado la cabeza, rehuyendo aquellos perturbadores ojos.
El Capitán hizo una seña a uno de sus marineros y éste se aproximó rápidamente. Le susurró algo en el oído y el hombre asintió varias veces sin perder de vista a Kert, antes de volver a su puesto. Sin la más mínima emoción en el rostro, el Capitán Ireeyi recorrió con la mirada la cubierta donde los vencidos se amontonaban, y tras un largo silencio habló, con una voz templada y monótona, como la de alguien cansado de repetir el mismo discurso:
—Sabéis qué barco es éste, sabéis quién soy yo. ¿Tenéis alguna duda de vuestro destino?
El silencio cayó de nuevo sobre la cubierta como una pesada losa. Tras algunos minutos, Kert vio que uno de sus compañeros, un viejo tripulante herido en el costado, se incorporaba con dificultad e, inclinándose en una reverencia, se dirigía al joven capitán.
—Señor, le conocemos y sabemos cuál es el destino que espera a los selabios y a los miembros de los clanes Oren y Mayanta que caen en vuestras manos. —Abarcó con un movimiento de las manos encadenadas a sus camaradas marineros, y añadió—: Pero nosotros somos zunios. Nada tenemos que ver con los selabios y sus señores. Es nuestro armador quien hace negocios con ellos, nosotros somos simples marineros sin derecho a opinar al respecto.
—Vuestro barco navegaba bajo pabellón selabio, la enseña Oren estaba izada en el palo mayor, su escudo en los lacres de las mercancías que trasportabais en la bodega. No me importa el motivo, pero servís a los Malditos, y esa es una mala elección que vais a pagar —expuso, encogiéndose de hombros como si su explicación fuese innecesaria—. Pero no moriréis por mi mano. Vuestro destino es ser vendidos como esclavos en la ciudad de Beronia o perecer en las aguas del Váldicka. —Se cruzó de brazos, dirigiendo una desafiante mirada a los hombres, que le observaban temerosos—. De nuevo debéis pronunciaros, espero que en esta ocasión vuestra elección sea más acertada.
Un murmullo confuso y aterrado recorrió a los prisioneros. Algunos gritaron insultos y blasfemias mientras otros trataban inútilmente de deshacerse de los grilletes. Nadie intervino ni trató de poner orden, el Capitán y sus hombres se limitaron a contemplar la desesperación que se extendía como un veneno entre los vencidos. Kert, petrificado por lo que acababa de oír, permanecía apoyado contra la borda, tratando de que su mente ordenara la avalancha de ideas que le invadía. De pronto vio cómo el marinero que había tratado de hablarle hacía unos minutos, se levantaba aullando como un loco.
—¡Maldito seas, Demonio! —gritó, escupiendo sangre—. ¡Tú y tu estirpe de alimañas! Nadie hará de mí un esclavo. ¡Nadie!
Giró sobre sí mismo e, inclinándose sobre la borda, se dejó caer en el océano.
Kert gritó y se asomó veloz, pero lo único que pudo hacer fue contemplar cómo las aguas engullían el cuerpo, que no luchó por salir a la superficie. A sus ojos acudieron pesadas lágrimas y, al notarlas correr por las mejillas, trató de secarlas con el hombro.
—¿Alguien más quiere escoger el camino fácil? —oyó que preguntaba el Capitán.
Los marineros, que después de la caída de su compañero habían enmudecido, bajaron la mirada; algunos resignados, otros, los que más, lo hicieron humillados.
Una sonrisa helada cruzó fugaz por el rostro de Ireeyi.
—Me lo imaginaba —dijo—. Que curen a los heridos —ordenó—. No queremos vender mala mercancía a los beronianos, ¿verdad?
El Capitán abandonó la popa, y lo hizo sin volver la vista atrás.
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Océanos de sangre
RomanceSinopsis: Kert es un joven marinero, ingenuo, idealista, generoso, embarcado en la goleta Escualo. El Capitán Ireeyi, un pirata despiadado, entregado en cuerpo y alma a una venganza por la que ha jurado morir, se cruza en su camino tras un cruento a...