Iba caminando por la vida y me topé con ella, descuidada, sin arreglos, con la mirada perdida en un sueño que se asomaba, un sueño que ni ella se imaginaba que tan cerca estaba.
Ella había nacido para crecer, era talento puro en su máximo esplendor.
Su voz me cautivó, algo de ella me llamó. No sé si habrán sido esos perdidos ojos café, la letra de esa canción que tanto resonaba en mi cabeza, o simplemente el destino que me estaba pidiendo a gritos un poco de felicidad. Pero me asomé junto a sus sueños, y planté mi estadía sin mirar hacia adelante, no me importó nada.
Cuando la veía, sabía que eso era lo que yo quería para mí. Su cercanía, su presencia.
Me brindó una felicidad que nunca había experimentado, tenía una nueva razón por la cual sonreía. Quizás, ese fue el mayor problema.
Recuerdo como miraba hacia la cámara cuando terminaba de cantar, si puedo ser sincera, me causaba risa. Parecía tan concentrada en sus ideas, tan concisa. Ella no tenía ningún fin, iba por la vida como si nada, sabiendo que el éxito la iba a abrazar cuando más lo necesitara.
Y ahí estaba yo, completamente rota, con muchísimo miedo a sufrir, pero con una gran decisión. No me importaba quién era, qué propósito tenía en mi vida ni cuánto tiempo fuese a permanecer en ella, porque cuando la registré por primera vez, cuando mi corazón notó que esta persona simplemente existía, me olvidé del tiempo. Me olvidé de mi corazón.
Me solté.