Eramos dos pibas llevándonos el mundo por delante, no medimos el tiempo ni la pasión, la compañía de la otra se había hecho costumbre.
Me encontraba tan perdida en mis problemas antes de ella, que su amor fue un claro escape de la realidad para mí, yo era por ella.
Cuando pasaba su mano por mi pierna, cuando metía sus dedos por los rasguños de mi pantalón, cuando sus labios tocaron los míos por primera vez, se sentía como un respiro, un recreo al alma. Cada acción era tan inocente, no teníamos ni la más mínima idea de lo rápido que estábamos corriendo, y de lo fuerte que nos íbamos a estrellar.
Mi ser expresaba amargura pero mi interior no estaba podrido, ella siempre fue alegría al pie de la letra, pero estaba rota. ¿Cómo no lo noté antes?
Ojalá me hubiese querido a mí misma, ojalá hubiese aprendido a dejarme querer. Pero de qué sirven los lamentos, si esta es la parte linda de la historia. La parte en la que reímos por horas porque esa química que nos conecta no se desconecta con un corte de luz, la parte en la que nos pasamos noches enteras besándonos porque no se nos cansan los labios, la parte en la que vamos a la playa para recorrer el frío invierno y unas flores rojas que aún marchitas representan la pureza de lo que fue nuestro primer amor; perdidas, fuera de su sitio, a punto de caer, pero sin perder su hermoso color.
Ahí estábamos, siendo nosotras.
Cómo olvidarme de todas esas cartas que escribía pensando en su belleza, en lo loca que me volvía verla sonreír; todas esas canciones que nunca me animé a dedicarle, porque a veces uno no merece lo que tiene, o lo que nunca llega a tener.
Ojalá nunca las hubiese visto en la basura. Ojalá lo hubiese obviado.
Debería haberlo sabido.
Pero no se preocupen, ella me quería. Prometo que me quería.