Ella era un día de verano en la lluvia.
Cuando nos recostábamos a simplemente existir en conjunto, se sentía como el mismísimo cielo; me hubiese quedado así para siempre, con sus manos sobre mis piernas y mis dedos enterrados en su suave pelo, ese era mi lugar en el mundo.
Estábamos bailando tan rápido pero tan juntas, tropezamos y nos pisamos en el medio de la coreografía, la remontamos como si no hubiese error alguno de por medio.
Nos veo por la ventana e invaden mi mente los momentos en los cuales era digna de su amor; porque merecer amor no sólo se basa en querer a la otra persona, me faltaba mucho, siempre fue así, siempre lo lamenté. Ella no estaba apta para amarme y yo no no merecía su amor, a veces me pregunto si siempre lo supimos e hicimos ojos ciegos por el deseo de tenernos.
Quería cuidarla y amarla sin límite horario, porque cada pequeño detalle que la hacía ser ella me enamoraba cada día más. Aprendí a amarla sin siquiera notarlo, y me costó tanto decirlo.
Por miedo. Miedo a no ser correspondido, miedo a perderla para siempre. Ojalá la hubiese puesto por sobre todas las cosas, ojalá hubiese cometido errores menos erróneos, estaba tan enfocada en lo que tenía que no noté que se estaba yendo.
Yo estaba ahí, cuando perdía su cabeza y no se encontraba en sus ideas, cuando el mundo la saturaba y no tenía hombro en cual llorar, cuando la impotencia me ganaba al saber que alguien podría llegar a hacerle daño a mi amor, perdía la respiración y su pulso se aceleraba, necesitaba recostarse y concentrarse en no pensar.
Yo estaba ahí.
Pero cuando me convertí en el problema, lo pasé de largo. Tengo tanto de que quejarme, tanto que no vi y que daría la vida por remediar; no quería que nadie la lastime, y resulté siendo mi más grande error.