Kai.

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Para alguien como yo, de 129 años, ya era difícil sorprenderse o encontrar una nueva actividad que me hiciera divertirme o no sentirme tan muerto. Es por eso que hace un tiempo había tomado el hobby de perseguir aquel hilo rojo que colgaba de mi dedo desde hace unos 36 años.

Al principio no sabía que era, un día simplemente desperté y el hilo estaba atado a mi dedo meñique de la mano izquierda. Pensé que era un broma de alguno de los demás vampiros, pero cuando intenté quitarlo el hilo desaparecía y volvía a formarse una vez lo dejaba.

Busqué información con viejos sabios y filósofos que me contaron las leyendas del hilo rojo del destino, aquel que te une con tu alma gemela.

Cuando estuve en soledad reí, pues era algo bastante cruel saber que, si nunca me hubieran convertido en lo que soy ahora, jamás habría conocido a mi otra mitad. No es que tuviera ganas de hacerlo en aquel momento, pero los años pasaban y me sentía cada vez más sólo, mis conocidos y amigos perecieron, el tiempo transcurría sin hacer mella físicamente en mi, pero mentalmente me destrozaba de a poco.

Así que un día tomé mis cosas y emprendí un viaje por el mundo en busca de mi alma gemela, aquella que supuestamente me haría sentir vivo otra vez, completo, ese que me acompañaría por el resto de la eternidad si así lo deseaba. Viajé durante años, grandes distancias en carretas y tramos aún más largos en barco, hasta que mi búsqueda me llevó a un pequeño pueblo de Inglaterra.

Era un bonito lugar, de gente amable, pero de mente muy cerrada y volcada directamente a la religión cristiana. Todos los domingos la gente se aglomeraba en la iglesia a las afueras del pueblo para dedicarle unas plegarias aquel ser omnipotente que nadie conocía.

Mi religión era distinta, por lo que realmente aquel lugar no me atraía para nada, además de que si tuviera que hablar con Dios, tendría una seria discusión con él por haberme condenado a una vida de eterna soledad, aunque sí había un Dios, también tendría que agradecerle por darme mi hilo, por mostrarme que si había un camino por recorrer con un precioso tesoro al final.

Como dije, aquel lugar no me atraía para nada, pero era el único lugar al que podía ir por las noches a pasar el tiempo, ver a unos cuantos peregrinos e incluso hablar con ellos mientras estaban concentrados en sus rezos, sin notar realmente mi aspecto, ligeramente, diferente al resto. Era vigorizante conocer a gente nueva, hasta que lo vi.

Mi hilo se acortó cuando se acercó a mí y subió hasta su dedo meñique donde brilló más rojo que nunca. Lo miré a los ojos y casi podía sentir que mi corazón volvía a latir. La respiración se me aceleró y si no fuera porque mi flujo sanguíneo ya no existía más, mis mejillas se habrían sonrojado.

En esa iglesia conocí a Yutaka Tanabe, un inglés de ascendencia japonesa, cuyo nombre cristiano era Kai. Si Dios existía, tenía un sentido del humor bastante retorcido. Kai era el sacerdote de aquel lugar, una persona pura y devota cuyo único amor era su fe.

Y él lo notó. Mi piel exageradamente pálida, mis ojeras, mis orejas ligeramente puntiagudas, mis ojos que cambiaban de color cuando el hambre se hacía presente y mis colmillos anormales.

Estábamos solos y él no sabía como reaccionar, me había visto un par de veces en ese lugar y no sabía si estaba realmente en peligro y le aseguré que no.

—No deberías estar aquí.— me hizo saber. Yo sólo sonreí.

—Las noches son aburridas, sin muchas actividades para alguien como yo. Aún no tengo el dinero para comprar libros nuevos que me entretengan. Este lugar es callado y con algunas personas ocasionales, suficiente como para mantenerme ocupado observandolos y aprendiendo.

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