A M É N | 8. Lujuria

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En anteriores capítulos de Amén...: Natalia reside como monja de clausura en un convento de un año muy lejano. Se encuentra perdida, sin sentido. La sonrisa de Alba, la nueva hermana, la atrapa. Comienzan una relación de complicidad y cariño que no son capaces de entender ni etiquetar. Acceden al chantaje de María para evitar que su lío salga a la luz, la cual aprovecha también para besar a Alba, que, sobrepasada por el momento, se desmaya. Toman las hierbas medicinales de Noemí, provocándoles un efecto de descontrol que las lleva a acostarse por primera vez sin saber muy bien qué hacen.

El cantar de los gallos dio la voz de alarma. En un mundo sin despertadores, los pequeños animales eran el único aviso para salir de los sueños. El convento despertó en bostezos y tambaleos, mientras que en la celda de Natalia reinaban las dos respiraciones acompasadas de las amantes clandestinas. Alba estaba de espaldas, aunque el brazo de la otra la tenía completamente atrapada a la altura de su cadera. Los primeros ruidos de la mañana, provocados por portazos y chanclas que pisaban con cierta prisa, desvelaron a la rubia. Esta se giró sobre sí, con los ojos cerrados y sin ser consciente aun de dónde estaba. La mano de Natalia se resbaló hasta su entrepierna. La novicia dio un par de pestañadas hasta que fue consciente de la intrusa que la rozaba. Una sonrisa involuntaria asomó por su rostro, bajando su propia mano hasta la de la morena. La sacó de allí, acercándosela a la cara. La acarició por puro instinto, y luego puso los dedos sobre los suyos. Jugó con ella mientras esta dormía plácidamente. Estuvo probando maneras de sentir esa piel, arrastrando la palma contra la suya, paseando los dedos por el canto, hasta que dio con el mágico encaje perfecto, entrelazando los dedos por completo. Alba se quedó mirando la unión de sus extremidades como si fuera la cosa más bonita que había visto nunca.

—Amén—balbuceó Natalia, aun dormida. La rubia dio una carcajada, haciendo que se despertara. La morena abrió los ojos, uno antes que otro. Nunca había tenido tanto sueño como en aquel amanecer. Echó un vistazo a su mano, intentando adivinar cuál era la suya y cuál la de la novicia. Esta se rio, levantando sus dedos para ayudarla. Natalia sonrió ante el gesto y la besó en los labios.

—Buenos días, hermana—. Le deseó esta, sonrojada por el efímero contacto en su boca. Unos golpes en la puerta las separó de golpe, cayendo Alba de la cama.

—¡Sor Natalia! ¿Se encuentra bien? —era la madre superiora—. Va a empezar el rezo y aun tiene la puerta cerrada... ¿sigue con dolores?

—¡Estoy bien, estoy bien! ¡Ya voy! —exclamó nerviosa, dando un salto de la cama y vistiéndose ajetreada—. Me he quedado dormida.

—¡Dios no tiene espera! ¡Apresúrese!

Natalia levantó a Alba del suelo y se despidió mientras se colocaba el velo con un nerviosismo propio de quien llega tarde. La novicia aceleró sus movimientos, y en menos de dos minutos ya estaba en el pasillo camino del primer rezo. A pesar de su rapidez al caminar notó la presencia de alguien detrás del jardín central del convento. Tras una de las plantas se hallaba María con gesto sugerente, muy sonriente. Salió de él para unirse a la velocidad de Alba.

—Compartieron lecho... —insinuó. Las había visto salir de la misma celda en tiempos diferentes.

—Cállese—se ruborizó la novicia, acordándose de todo lo que aconteció la noche anterior.

—No os entregaríais al pecado... —pinchó.

—No sé de que me habla, hermana. ¿Qué pecado?

—El de la castidad, ¿cuál va a ser? —rio, entrando ya en la capilla. Se sentaron juntas en la última banca. El resto de las monjas ya había empezado con el rezo, y no querían interrumpir.

1001 CUENTOS DE ALBALIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora