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Volver a la rutina fue, en cierto modo, un alivio. Namjoon pudo ver que algo no estaba bien en cuanto lo saludó en el coche cuando fueron a buscarlo para ir al aeropuerto, pero como vio que Jimin no tenía intención de soltar prenda decidió no insistir. Suavemente, como a un niño que se le coge de la mano y se le explica que a partir de ahora va a vivir en otro lugar, le dio detalles del viaje que tenían por delante, distrayéndolo de sus pensamientos y consiguiendo arrancarle una sonrisa al prometerle que le dejarían elegir su próximo color de pelo.

Aquella noche en el hotel, después de un vuelo medianamente corto y una pequeña charla con Namjoon se puso ropa cómoda, conectó los auriculares a su teléfono móvil y empezó a bailar. No formaba parte de ninguna de sus coreografías, ni siquiera era una canción suya, pero el pulso de la melodía latió como el suyo propio y su cuerpo se movió solo. El suelo resbalaba un poco sin los zapatos y sus movimientos eran menos veloces de lo habitual pero nada importaba porque en esa habitación solo estaban la música y él, traduciendo en movimientos improvisados aquella canción con los ojos cerrados.

Cuando terminó se quitó los auriculares para no escuchar la siguiente pieza y se sentó junto a la ventana; le pareció que acababa de vivir una magia breve y frágil y no quería que se desvaneciese con otra música, aún no. Observando los edificios colindantes bañados por la luna pensó, una vez más, en lo afortunado que era de estar allí.

Y después de un largo rato contemplando el horizonte se sintió mejor. Había sobre-reaccionado. Nadie le obligaba a marcharse, nadie le estaba obligando a nada. La empresa le había dado a elegir hacía tiempo entre seguir siendo Jimin, estudiante de danza de la Escuela de Artes de Busan, o un nuevo Jimin, que había empezado como buen bailarín y un tímido cantante y había terminado siendo uno de los idols más importantes de Corea del Sur. Los años de preparación, las jornadas intensivas, las noches de no dormir, la incertidumbre respecto a su debut y su futuro, los bloqueos artísticos, las negociaciones con Namjoon, las dietas... todo lo había elegido él al firmar el contrato con la empresa, y había continuado eligiéndolo hasta entonces. Era libre de marcharse, si quería.

Pero no deseaba eso.

No iba a renunciar a su sueño porque le apenaba marcharse de Seúl. Podía vivir viendo a sus amigos solo unas pocas semanas al año, podía despreocuparse de líos amorosos, posponer su anhelo de tener una relación. Podía aguantar unos años más, o quizá la compañía cediese antes. Nunca se daba el caso, pero él podría ser la excepción.

Tampoco se imaginaba a sí mismo como idol toda la vida, de todos modos. Conocía idols más mayores y veteranos que él que habían continuado ese camino, pero la mayoría formaba parte de grupos cuyos miembros se tenían entre sí para apoyarse y que habían decidido seguir juntos.

Jimin no tenía eso. Estaba solo.

Quizá por esa razón a veces deseaba una vida tranquila en Seúl. Un empleo sencillo que le hiciese feliz, una casa a la que volver después de trabajar y alguien que le esperase en el recibidor con los brazos abiertos o se encontrase con él a medio camino de su restaurante favorito para cenar. El pequeño placer de tener un lugar y una persona a los que llamar «hogar».

Aunque se olvidaba de todo eso en cuanto pisaba un escenario, en cuanto reconectaba con una canción como acababa de hacer. Cantar le daba la vida y escribir las letras desde el fondo de su corazón le daba casi tanta guerra y tanta paz como cuando luchaba con una coreografía hasta dominarla por completo. La frustración y la satisfacción siempre iban de la mano y ya había aprendido a gestionar ambas lo mejor posible.

Jimin era muy feliz con su vida actual, simplemente aquellas dos semanas (y especialmente Taehyung) le habían recordado que existía algo más allá, algo que no podía tener. Pero sabía que no podía tenerlo todo.

Oro y alquitrán [VMin]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora