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   Los hombres solían contar muchas historias sobre el amor y la bondad. Narraban incontables relatos de odio y venganza, y por las noches se los escuchaba cantar a la luz de las fogatas innumerables cuentos sobre la valentía y el honor.

Cuentan las estrellas que, cuando escuchaban a los hombres relatar estas historias, brillaban más, cada día y cada noche. Que la hermosa esperanza, la terrible tristeza y la dichosa alegría que relucían en sus ojos y en sus mágicas palabras daban la vida a las mismas estrellas que oían... Y también creaban nuevas.

Susurraban las aves que cuando veían aquel nuevo brillo, por las noches, en las vigilantes estrellas, cada una de las criaturas del bosque renacía en una preciosa canción armoniosa y desconocida.

Ahora sé que nadie ya cuenta historias, que el amor y la bondad se confunden, que el odio y la venganza impregnan en los corazones de los hombres, y sé que la amistad y el honor ya son pedazos de papel olvidados en antiguos libros abandonados de bibliotecas que nadie visita.

Me contó un árbol que fue aquí, en este mismo lugar en el que estoy ahora sentada, en donde nació aquella llama de esperanza, y, a la vez, de oscuridad, que acabó con todo.

Las estrellas susurran, tal como lo hicieron las ardillas hace poco, y, desesperadas, intentan contarme algo que ya nadie más quiso escuchar. Pero no puedo oírlas. Porque el árbol me habla, e intenta hacerme ver qué fue lo que pasó aquel día fatídico. Habla...

Ella se llamaba Fuego.

A él lo nombraron Agua.

Dicen los Libros Sagrados que cuando las estrellas decidieron crear un mundo diferente, uno que pudiera brindarles nuevas esperanzas y energías como lo había hecho el Antiguo Lugar, hubo una de ellas, ciega y ambiciosa, que quiso obtener mucho más.

Al principio las estrellas solo habían querido un ambiente diferente que pudiera hacerles sentir de nuevo que eran las sabias, las fuentes de cuentos y las leyendas. Pues ellas se alimentan de esto: suspiros de amores de verano, miradas al cielo de anhelo, cuentos de Luz y abrazos bajo ellas mismas. Pero después todo fue un error.

Se sufría de una gran crisis alimenticia entre los ciudadanos del Reino Estelar. El Antiguo Lugar ya no brindaba alimentos y las Reglas Sagradas habían sido violadas. «No habrá relación alguna entre entidades de diferente naturaleza», rezaban los textos. «Serán blasfemas a los grandes superiores la existencia de entidades impuras», citaban en las oraciones.

Al final, luego de que los habitantes que proporcionaban energías a las estrellas fueran destruidos, se debió recurrir a medidas desesperadas.

Las estrellas extrajeron de ellas mismas todo aquello que les brindaba alegría. El Consejo Estelar las había obligado a cada una a extirparse de ellas mismas tres cuartos de su materia viva y a depositarlas en el calor de las Llamas Sagradas.

Todas las estrellas, bondadosas y hambrientas, regalaron a la nueva creación sus virtudes más puras. La primera dio su risa; la segunda regaló simpatía; la tercera brindó amabilidad. Y así, junto con las demás entregas, crearon a Tierra, una de las fuerzas más poderosas y con las condiciones más aptas que habitó en el vasto Universo.

Pero Sol, el antiguo rey, enojado y ofendido por el fin de su mandato en el Sistema J-356 por derrota de un viejo súbdito, al momento de brindar su tercera cuarta parte de su materia, regaló intencionalmente su envidia y su cólera.

Nadie pareció notar que las Llamas Sagradas anduvieron inquietas y brutas por el Reino Estelar. Nadie notó cuando Sol depositó en lo hirviente su masa impura y desagradable.

Y cuando las estrellas vieron que las partes habían sido ya entregadas y que estas conformaban una masa considerablemente brindadora, la sumergieron en las Áreas de Frío y así endurecieron su masa.

—Tu nombre es Tierra —había dicho la estrella más grande y que más brillaba—. Permanecerás tercera en el Sistema J-356 por tener las condiciones más aptas, y Luna, Rey del mismo sistema, te custodiará. En ti vivirán los seres que han de alimentarnos, y tú los protegerás. Si fallas, serás destruida, como lo ha sido el Antiguo Lugar del Sistema A-001.

Tierra obedeció, situándose en aquel lugar en donde la habían guiado. Y Luna, fiel a sus cargos, aceptó el juramento de defender y dar su vida en caso de ser necesario por aquella única fuente de energías que poseía el Reino Estelar.

   Cuando Sol, astuto y malvado, observó que Luna había tomado su tarea muy seriamente –pues ahora solo se preocupaba por Tierra y no por los territorios sobre los que mandaba– se atrevió a quitarle su cargo al rey legítimo y coronarse él mismo como nuevo soberano del Sistema J-356, luego de ganar una batalla de corto plazo contra el antiguo rey.

   Luna, ya abatido y resignado, decidió que no lucharía nuevamente con Sol para así brindar todos sus servicios en función de la protección de Tierra, ya que después de todo, era ella quien debía mantener con vida a las estrellas. Por tanto, se limitó a custodiarla tal como tiempo atrás había jurado por su vida.

   Y el planeta prosperó en su nacimiento.

Primero, Tierra tomó forma. Luego, cuando supo quién era, construyó en ella montañas y praderas, para que los hombres pudieran divertirse en ellas. Después creó los colores, para que los hombres pudieran soñar. Y creó también fauna y flora, para que los hombres pudieran encontrar amistad.

En el centro de Tierra se formaron los hombres, con materia caliente y viva, y surgieron a la superficie. Luego nacieron los Elementos, tan puros como lo era Tierra misma: Aire, que surgió de las montañas, y Agua, quien nació con forma de lago. Su misión fue simple: mantener con vida a los hombres.

Pero entre tanta luz y armonía hubo un destello de obscuridad, que Tierra notó muy tarde que poseía. La nueva creación, preocupada por verse afectada en estructura o quizá en condiciones necesarias para los humanos, concentró toda aquella impureza en el centro de sí misma y creó a otro ser para así evitar que el líquido hirviente se filtrara por sus ambientes. Pero aquel nuevo habitante no fue humano, ni fauna, ni flora. Fue un Elemento, y no precisamente maravilloso como lo eran sus hermanos, pues era destructor.

Entonces, temerosa por albergar a una criatura tan poderosa como aquella en su estructura, Tierra la confinó a un lugar muy lejano en donde ninguno de sus hijos pudiera encontrarla.

Pero olvidó que todas las criaturas tenían el derecho de recorrer cada uno de sus rincones.

Crónicas de amor, lágrimas y zapatos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora