III

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   —¿Qué tal? —había preguntado un gran oso pardo cuando se encontró con la niña que ya había dejado de llorar hacía un rato.

   —Buenas noches—respondió ella recordando como la había corregido la nube.

   —Me das calor —dijo el oso.

   —¿Ah, sí? —contestó Fuego, dudando entre si eso era bueno o malo.

   —Sí. Tengo frío.

   —¿Qué es el frío?

   —Es cuando comienzas a temblar y necesitas de calor.

   —Creo que yo no puedo tener frío —dijo, pero se equivocaba.

   —Qué raro, todos pueden sentir el frío —argumentó—. Yo, por ejemplo, ahora lo tengo. ¿Me permitiría sentarme a su lado, señorita?

   Fuego contestó que sí, feliz por el encuentro, al fin, de una criatura que la tratara amablemente. Esa era una bestia bastante grande, peluda y de pelaje oscuro. Cuando ya se había sentado junto a ella, Fuego vio que su pelo se aclaraba y que se volvía casi de su color, por lo que se asustó.

   —¡Te vuelves naranja! —exclamó sorprendida.

   El oso rió.

   —Solo reflejas tu Luz sobre mí, pequeña.

   —Pero cambias de color —volvió a insistir, aún temerosa por la posibilidad de haber cambiado de color al animal.

   El oso no supo cómo responder a tal comentario, por lo que se limitó a reír de nuevo.

   —¿Por qué haces ese sonido? —interrogó Fuego.

   —Estoy riendo.— Y volvió a hacerlo.

   —¿Por qué estás riendo?

   —Porque estoy feliz.

   —Pero puedes estar feliz sin hacerlo.

   —Si no ríes, no estás verdaderamente feliz —dijo—. Inténtalo.

   Y Fuego aprendió a reír.

   Agua, que la observaba desde una de las nubes, pensó que el sonido que emitía la niña era uno muy bello. Y sonrió.

   —Ya no tengo frío —dijo el oso luego de un rato de charla con la jovencita—. He de marcharme.

   —Bueno, entonces adiós —contestó ella.

   —Adiós —se despidió el oso, pero después de levantarse añadió—:. Gracias por su calor, señorita. Me ha ayudado a pasar la noche.

   Y con eso se marchó, caminando con sus cuatro grandes patas.

   Fuego se recostó en la tierra, aquella en donde ya no había hierba, sino nada más que un color negro quemado, y miró al cielo. Había un gran punto blanco sobre el manto que ahora era negro (aún nadie le decía que aquello no era más que espacio infinito) y que sobre él, además, habían muchos puntitos blancos que titilaban si se los observaba fijamente.

   «¿Qué son esos puntos?», pensó curiosa, aguzando la vista.

   —Mirar a las estrellas siempre me ha dado anhelo —escuchó que decía una voz un poco grave.

   Al mirar en dirección al sonido, frunció el ceño, pues supo que se trataba de Agua.

   —¿Estrellas?

   —Sí, esos puntos que ves en el cielo.

   —Ah, ya veo —contestó aún dudosa—. Me gusta esa estrella, la más grande.

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⏰ Última actualización: Mar 18, 2019 ⏰

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Crónicas de amor, lágrimas y zapatos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora