Lo que sucedió en aquellos días ha quedado escondido entre las viejas y derruidas paredes de la mansión que alguna vez fue la joya del sur del país. Entre el pastizal y la maleza hoy no se adivinan los deslumbrantes jardines que adornaron su época de gloria, donde las risas de los niños se confundían con el canto de las aves que habían hecho de la laguna su hogar permanente.
En esa época los amaneceres resplandecían contra las blancas murallas de la construcción coronada por hermosas chimeneas y dinteles ricamente ornamentados. Los criados se ocupaban de abrir cada mañana cada una de las 85 ventanas que llenaban de luz y aire fresco los salones y habitaciones que siempre estaban ocupadas por algún invitado, familiares, amigos o socios del dueño de casa que llegaban allí para planificar y cerrar negocios.
El padre era un hombre muy ocupado, casi no se relacionaba con sus hijos, menos aún con el más pequeño que debido a su extraña enfermedad pasaba la mayor parte del tiempo encerrado su habitación en la torre sur de la mansión. Desde allí solía mirar como sus hermanas junto a otros niños que visitaban la propiedad jugaban cerca de la laguna, saltaban entre los jardines y corrían dentro y fuera del pequeño bosque que llegaban mucho más allá de los límites de las tierras de su padre.
Francisco nunca lloraba, le costaba mucho alimentarse aún con la ayuda de su madre, que nunca logró amamantarlo. La nodriza que fue contratada para intentar criar al niño tampoco fue capaz de despertar en él el instinto de alimentación, sólo a la fuerza y mediante biberones lograron hacer que Francisco bebiera la leche de su madre. Con el correr del tiempo era claro que el pequeño no hacía los avances que comúnmente realizan los niños de más de un año, balbucear algunas palabras, intentar sostenerse de pie con ayuda o llamar la atención de los adultos cuando sentía alguna necesidad. Parecía estar ido, como en otro mundo, sus penetrantes ojos oscuros miraban constantemente hacia un punto infinito insondable que sólo él reconocía.
Carolina y Soledad nunca prestaron mayor atención a su extraño hermano, más bien lo miraban con recelo y evitaban relacionarse con él al igual que su padre. Sólo su madre y su nodriza intentaban estimularlo para despertar la chispa que al parecer nunca había encendido en él, lo que con el tiempo logró algunos resultados.
A los cuatro años Francisco ya se relacionaba con su entorno aunque de manera muy básica. El viento, los árboles, los colores de las flores y el calor del verano eran algunas cosas que lograban sacarlo del sopor en el que generalmente estaba inmerso y que lo alentaron a dejar los límites de su cuarto para comenzar a recorrer los alrededores de la mansión. En las mañanas tras de desayunar en su cuarto salía a caminar en el bosque para perderse en pensamientos profundos que nunca comunicó.
Desde su nacimiento su padre se había vuelto poco sociable. Su único hijo no era lo que él había esperado. Siempre pensó que quien perpetuara su apellido sería un hombre exitoso como lo habían sido sus antecesores un gran cazador, un gran comerciante o probablemente un famoso general del ejército cuyas medallas serían el orgullo de la familia. Los Palacios habían sido hasta entonces el retrato perfecto de un hogar tradicional, de gran fortuna e impecable reputación social. A pesar de que adoraba sus hijas, a Rodolfo aún le faltaba un detalle para alcanzar la perfección total, un varón que cumpliera sus anhelos de padre, algo que había logrado minar la relación con su mujer que sentía la frustración de no poder hasta entonces, complacer a su marido.
Cuando Mercedes le anunció que estaba nuevamente embarazada a pesar de haber ya sobrepasado los 40 años, renació en él la esperanza de tener un heredero que lograra retener la mansión que tantos años de esfuerzo había costado a su abuelo. Si ello no sucedía las tierras serían heredadas por su sobrino Alberto un apostador de poca monta hijo de su hermana Elisa, que de seguro echaría por la borda el esfuerzo de tres generaciones. El médico de la familia advirtió a la pareja que debido a la edad de Mercedes sería un embarazo complicado, y que deberían tomarse cuidados extremos para que llegara a buen fin. Durante los meses siguientes Rodolfo prodigó todo tipo de cuidados a su mujer, prácticamente no la dejaba levantarse de la cama, designó a seis sirvientas para qué se ocuparan exclusivamente de su cuidado. A pesar de esto al séptimo mes, Mercedes comenzó a tener algunos síntomas preocupantes como hormigueos en sus extremidades y dolor en el vientre, lo que finalmente derivó en un sangrado que obligó a Rodolfo a correr a la ciudad para traer al médico en una fría noche de lluvia.
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Verano en Bruma y otros relatos desesperados
Terror"Hay caminos oscuros que se esconden tras las tinieblas del tiempo, puertas que es mejor dejar cerradas e ignorar que están allí. El desconocimiento de ciertas cosas puede ser sinónimo de sosiego. El creer que solo existe aquello que nuestros sentid...