En sepia

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Las tardes de inicios de los setenta eran especialmente lúgubres, parecía que un color sepia envolvía todo, que los rayos del sol reflejaban angustia, ansiedad, un sentimiento extraño que se concentraba especialmente en las tardes, cuando el crepúsculo se anunciaba y el polvillo de las calles se levantaba bajo la fuerza de una brisa fría de finales de agosto. Yo simplemente caminaba y observaba a la gente con sus ropas descoloridas, donde el café y el amarillo parecían retumbarme en los ojos y la cabeza, obligándome a bajar la mirada hacia el cemento resquebrajado de las veredas, que sólo sumaban a esa sensación de extraña amargura o desgano. El mundo era ajeno, lejano, no sé... particularmente gris...

Sabía que al terminar el trabajo de aquella tarde debería seguir con la rutina de siempre, volver a tomar un taxi que me dejará en el centro de la ciudad para luego ir a casa, donde la soledad que tanto me aliviaba esperaba por mí, sentada en el sofá de cuero cuarteado que había encontrado en el remate de un caserón recién demolido. Mi trabajo era simple, entrar a la casa puesta a la venta, tasar la propiedad y tomar algunas fotografías para complementar el informe que debería entregar al banco a la semana siguiente. Simplemente odiaba este trabajo pero la paga compensaba bastante el desagrado de meterme a esos inmuebles que generalmente estaban vacíos, oscuros, hediondos a humedad y quien sabe que más, detenidos en el tiempo, abandonados por los que dejaron en ellos alegrías, miserias, amor, odio, muerte.

Esta era una casa centenaria a las afueras de la ciudad, en un barrio que vio tiempos mejores y en el que ahora se mezclaban jardines descuidados, calles mugrientas, portones de acero desvencijados y muros coronados con pilares derruidos. La vivienda que se me había designado esa semana era una especie de mansión, de techos altos y paredes gruesas, una casa que llevaba más de una década abandonada porque nadie la reclamó hasta que el fisco se hizo cargo. Ahora saldría a remate con todo lo que su último dueño había dejado en ella, muebles, ropa apolillada, una biblioteca, en fin, todo lo que rodeaba a Vidaurre hasta que desapareció de la faz de la tierra de un día para otro sin dejar pistas a inicios de la década del 60. Un trámite desagradable, aún más que otros, ya que debido a su tamaño seguramente no podría terminar el trabajo en un par de horas como solía hacerlo, tendría que volver al otro día. Pensé durante el camino que intentaría ser empático con el ex propietario, de hecho sentía que teníamos cosas en común, ambos éramos ermitaños urbanos, vivíamos en la ciudad pero aislados en nuestro propios mundos, sin hacer vida social y gozando del que para mí era el mayor de los placeres, ser un individuo sin más responsabilidades que mi propia persona.

El taxi me dejó frente a la reja semi abierta y que era sostenida apenas por una gruesa cadena rematada con un candado oxidado, que evitaban que una de las hojas del portón cediera ante el deterioro del viejo pilar de concreto que la sostenía. Las enredaderas apenas dejaban ver hacia el interior. Desde allí observé parte de las antiguas techumbres y dos ventanales que coronaban una especie de torre que destacaba en el costado derecho de la construcción. Estaba fastidiado de tener que tasar una vivienda tan amplia que además tenía aún su mobiliario, el que en estos casos también debía ser catalogado y fotografiado, silla tras silla, gabinete tras gabinete, sitial tras sitial, sin importar el estado en que se encontraran.

De malas ganas abrí el candado y retiré la cadena intentando no alterar la hoja del viejo portón que estaba colgando de sus herrumbrosas bisagras, no quería sumar otro inconveniente a un trabajo de por sí desagradable. Entré al amplio antejardín en el que la maleza había cubierto casi por completo los senderos alguna vez despejados y flanqueados por flores. Allí se lograba adivinar la magnificencia de otra época, con árboles centenarios, un par de piletas resquebrajadas y pedestales de piedra que seguramente sostuvieron alguna escultura victoriana que había sucumbido ante el tiempo o el saqueo.

Tras el pasto, que en algunos sectores llegaba a medio metro de altura, se adivinaba el inicio de la escalera principal que subía hacia el umbral de la casona. Dándome ánimo, saqué en mi chaqueta una libreta y anoté algunas observaciones. Me extrañó que no se advirtieran cristales rotos, a lo menos en el frontis, y que no eran pocos. Los tres pisos que se elevaban delante de mi tenían sendas corridas de ventanales que destacaban entre los muros semi cubiertos de hiedra que escalaba hasta el propio techo. Guardé nuevamente mi libreta y desde el mismo bolsillo extraje la llave gruesa y antigua que abría la puerta principal, de madera nativa, robusta y adornada con firmes placas de acero forjado que desafiaba la corrosión, parecía que la habían instalado el día anterior, como desafiando el tiempo.

Verano en Bruma y otros relatos desesperadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora