03:23 horas

5 1 0
                                    

«Fuego.»

«Humo.»

«Libros.»

«Greta.»

En busca de alguna posibilidad para poder escapar de lo inevitable, su cerebro había activado el modo de «ahorro de energía». Caspar sólo era capaz de pensar palabra por palabra, a la vez que sus ojos iban registrando cada rincón de la biblioteca.

«Notas con acertijos.»

«Bruck.»

«Greta.»

«Libros.»

Su instinto de supervivencia había consumido hasta el último resto de su provisión de adrenalina mientras almacenaba en uno de los niveles de su memoria el hecho de que hacía ya varios segundos que aquel ruido de pies que se arrastraban en el pasillo había dejado de oírse. Miró el fuego fijamente y pensó en el coche en el que había estado a punto de morir por las llamas. Se preguntó si tal vez aquélla hubiera sido una muerte más benévola; entonces cerró los ojos y no pudo evitar ver la imagen de un reloj imaginario bajo las llamas, que contaba los segundos que le restaban de vida. La aguja ya había llegado a la zona roja.

«Rojo como el fuego.»

Era eso. La última posibilidad.

«Chimenea.»

«Humo.»

«¡F u e g o!»

Caspar dejó de intentar estirar inútilmente su omóplato para romper la atadura. En vez de eso concentró todo su peso delante de la superficie de la silla,

para dirigirla hacia el humo.

«El fuego. Tengo que...»

Se tiró hacia un lado una vez y luego una segunda. Finalmente sobrepasó el vértice y el peso ejerció su fuerza. Poco a poco fue cayendo al suelo; se golpeó y recordó lleno de dolor que ya se había dislocado el hombro al caerse de la mesa de disección. Su cabeza se derrumbó más suavemente sobre un montón de cenizas frías, en las que ahora ahogaba sus penas.

«Tengo que dirigirme al fuego», siguió pensando mientras se repetía a sí mismo aquellas palabras como si se tratara de un mantra. Una y otra vez.

Seguía atado a la silla, algo inclinado hacia delante y demasiado lejos de las llamas, pero al menos podía ver mejor la puerta, y ésta no se había movido aún ni un sólo milímetro. Todavía no había nada perdido. Estiró la pierna y volcó el juego de útiles de la chimenea al querer apoyarse contra éstos, pero, por el calor que notaba cada vez más fuerte en su espalda, se dio cuenta de que probablemente se hallaba más cerca de su objetivo.

Lo próximo que hizo fue lanzarse lleno de rabia contra el respaldo que crujía una vez más. Entonces el dolor le sobrevino sin avisar, haciéndose insoportable. Caspar gritó como sólo lo había hecho una vez en su vida, cuando había estado a punto de morir quemado en su coche. Ahora las llamas parecían presentir que tenían una segunda oportunidad para terminar el trabajo que habían empezado hacía tiempo. Esta vez no fueron a atacar su pecho, sino que prefirieron provocar numerosos cortes en el antebrazo con sus cuchillas de afeitar al rojo vivo. Así que andaba casi en lo cierto.

Casi. Tan sólo un pequeño centímetro más y el haz de leña ardiendo acabaría desgarrando, no sólo la piel que envolvía sus arterias, sino también la ligadura de algodón que las ataba.

Caspar gritó una vez y enseguida se mordió los labios. Por fin empezaba a notar, además del olor dulzón de la carne chamuscada, los hilos de algodón quemados.

Y, efectivamente, la atadura se aflojó un poco más.

«¿Y si son todo imaginaciones mías? ¿Qué pasa si el dolor me está volviendo loco?»

Separó sus brazos lo máximo que pudo para darle al fuego más superficie que atacar.

«¿Están soltándose? Creo que...»

Sí.

No.

Sí.

No.

Demasiado tarde.

Retiró los brazos del fuego y miró fijamente hacia la puerta de entrada. Estaba abierta, más que hacía unos segundos. Una corriente fría sopló desde fuera y fue arrastrándose por el suelo hasta alcanzar sus ojos, dilatados por el miedo. No podía apartar su mirada de él. Había entrado en la habitación: era el Destructor de almas. 

EL EXPERIMENTO  - SEBASTIAN FITZEKWhere stories live. Discover now