01:49 horas

7 1 0
                                    

Los travesaños de la escalera de la estantería crujieron ruidosamente mientras aguantaban el peso de Caspar, al que no estaban muy acostumbrados. Posiblemente no la habían utilizado los últimos años, ya que los libros que se hallaban en los estantes de arriba estaban allí sólo con un afán decorativo. A Caspar tampoco se le hubiera ocurrido consultar los libros de medicina que había allí si Bachmann no le hubiera comentado que Rassfeld almacenaba en aquel lugar los volúmenes que ya no utilizaba.

—¿A qué viene eso ahora? —preguntó Schadeck.

Estaba de pie junto a Yasmin intentando fijar un atizador en el reposacabezas de la silla de ruedas a fin de poder colgar allí la bolsa de suero.

—No estoy seguro... —respondió Caspar sin darse la vuelta. A continuación sacó del estante superior que había bajo el techo el penúltimo tomo de un diccionario médico y fue hojeándolo hasta llegar a la letra «S». Enseguida encontró la entrada que buscaba—. Así que era eso.

—¿El qué?

—La doctora Dorn es psiquiatra. Ella conoce cuál es su diagnóstico.

—¿Y cuál es?

Bachmann miró hacia arriba de forma interrogativa. Schadeck también dejó a un lado su pequeño trabajo de bricolaje para conseguir que funcionara el cuentagotas.

Caspar se volvió hacia un lado de la escalera, sacó el libro que llevaba en el brazo y leyó en voz alta:

—«Parálisis del sueño: una variante dolorosa que afecta de forma cuantitativa a la percepción. Las personas afectadas se mantienen entre un mundo despierto y otro dormido del que sólo pueden liberarse con ayuda de fuertes estímulos, la mayoría de los cuales negativos, como pueden ser el dolor, las contracciones agudas, los gritos, etc.—. Caspar levantó la cabeza y citó la última frase del párrafo sin mirar el diccionario—. Este trastorno se conoce también bajo el nombre de topor, término que deriva del latín y que se traduce como "sueño de la muerte".»

—¿Sueño de la muerte? —preguntó Bachmann con voz incrédula—. ¿Quiere eso decir que solamente tenemos que despertarla?

Schadeck soltó una carcajada irónica, pero Caspar asintió con un gesto. Luego se inclinó peligrosamente hacia la derecha para sacar un nuevo libro de la estantería. Era un tomo de tamaño alargado que guardaba parecido con un mapa escolar algo más grueso. Sobre la cubierta de color naranja se podía leer en relieve y con letras negras el título NEUROPSICOLOGÍA, SEGUNDA EDICIÓN. El libro no resultaba muy adecuado para consultarlo subido a la escalera, por lo que Caspar decidió bajar otra vez y dejarlo delante del montón de comida que había esparcida sobre la mesa. Tras echar un breve vistazo al índice, Caspar abrió el libro por la página 502 y señaló con el dedo el último párrafo:

—«La parálisis del sueño tiene lugar cuando se pasa de un período de sueño a otro insomne. Generalmente suele tratarse de una fase breve, aunque en ocasiones ésta puede llegar a durar hasta veinte minutos. Cerca de una de cada dos personas ha sufrido alguna vez una parálisis del sueño.»

—Ya sé qué es —gritó nerviosa Yasmin—. Son palabras mayores. Una vez soñé que había un hombre en mi habitación; sabía que se había ido en cuanto me desperté, pero no había manera de que pudiera abrir los ojos. No podía moverme y me desperté gritando.

—Y es así como logró liberarse por sí misma de la parálisis del sueño —dijo Caspar dándole la razón.

—¿Queréis tomarme el pelo todos? —preguntó Schadeck mirando a Sophia. Se había llevado la silla de ruedas de la doctora hasta la mesa porque aún no había conseguido fijar el dosificador en el atizador, por lo que Yasmin volvía a sujetar la bolsa de suero.

—¿Veinte minutos? En el caso de nuestra doctora ya hace bastante rato que pasaron.

—Es cierto. Por eso también sabemos ahora lo que hace el Destructor de almas con sus víctimas.

—¿Eh?

—Las conduce al sueño de la muerte, aunque no tengo ni idea de cómo. Bruck debe de haber descubierto algún método psicológico para mantener durante mucho tiempo la fase de parálisis que hay entre la pesadilla y el despertarse. Podría decirse que Sophia está atrapada en un bucle de horror. Eso es lo que ella ha querido decirnos todo este tiempo.

Tom se pellizcó en las cejas mostrándose escéptico, pasó la mano por sus

cabellos llenos de brillantina, se los alisó de nuevo y chasqueó la lengua con desprecio.

—De acuerdo, señor Sherlock Holmes, entonces dime sólo una cosa.

Caspar se puso en tensión a la espera de la pregunta que le iban a hacer y para la cual no tenía respuesta.

«No todavía.»

—¿De dónde sacas tú todo eso? ¿Cómo es que sabes tanto de primeros auxilios, le colocas un catéter a nuestra bella doctora y, encima, consultas libros especializados en medicina como si nada?

—No tengo ni idea. —Ahora era Caspar quien levantaba las manos—. A lo mejor resulta que soy médico, farmacéutico o psicólogo. Tú ya lo dijiste antes. Puede que seamos compañeros de trabajo, o que sencillamente me tomara muy en serio mi curso de primeros auxilios... Ojalá fuera así.

—Sí, claro. Ya te puedes esconder detrás de tu amnesia, que yo seguiré pensando lo mismo.

Tom se volvió hacia Bachmann.

—¿Cuándo lo trajeron aquí?

El vigilante se tocó de nuevo los hombros pensativamente.

—Creo que hace unos diez días.

—¿Y cuándo empezó a actuar exactamente el Destructor de almas?

—¿Qué pretendes decir con eso?

Caspar cerró el libro de golpe y se levantó de la mesa.

—Has sido «tú» quien ha traído hasta aquí a ese perturbado. «Tú» te ocupaste de que no pudiéramos solicitar ayuda al destrozar la cabina telefónica con tu ambulancia.

Caspar remarcó cada «tú» de la frase moviendo furiosamente el brazo como si fuera un árbitro de boxeo contando para que se levantara un púgil derribado. Sin embargo, aquellas palabras no parecieron causar ningún efecto en Schadeck, que ni siquiera parpadeó. A pesar de ello, Bachmann decidió que tenía que separar a ambos gallos de pelea, por lo que se metió en medio de los dos resoplando con fuerza.

—Vale, vale... ya está. No sirve de nada. Debemos permanecer juntos. Y confiar los unos en los otros.

«¿Confiar?» Caspar no tuvo más remedio que acordarse de cómo Linus había querido enseñarle el tubo de la gasolina manipulado. Justo en aquel momento había aparecido Bachmann proveniente de detrás del vehículo quitanieves.

«Aquí no puedo confiar en nadie —pensó—. No conozco a nadie aquí. Ni siquiera me conozco a mí mismo.»

Se sentó de nuevo en la mesa, juntó con ambas manos sus rodillas temblorosas y observó fijamente la revista de actualidad que Bachmann había dejado abierta encima de la mesa.

Mientras Schadeck y el vigilante continuaban discutiendo detrás de él, las letras se fueron desdibujando ante sus ojos. No quería escuchar ni hablar, tampoco leer. De pronto le invadió un cansancio infinito: su cerebro le pedía a gritos reducir la marcha para quedarse en punto muerto, si era posible, y, tras un breve descanso, atreverse quizá a empezar de nuevo con aquella locura.

Intentó no pensar en nada y pareció que en un primer momento era capaz de conseguirlo. Pero entonces cometió un error: sus ojos se cerraron. Había estado observando demasiado tiempo la foto de la segunda víctima y ahora la imagen de la profesora empezaba a arder en la retina de sus ojos. Se había acabado el descanso. Esta vez podía oír el chirrido de las vías seguido del humo penetrante de la locomotora que volvía a meterse en su nariz sin piedad. Abrió los ojos y el tren de los recuerdos efectuó su entrada. 

EL EXPERIMENTO  - SEBASTIAN FITZEKWhere stories live. Discover now