18:56 horas

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Yasmin había vuelto y, siguiendo las severas instrucciones de Rassfeld, le había acompañado a su habitación, en cuyo escritorio ya le esperaba una pastilla, junto con la cena. Como siempre, Sybille Patzwalk, la cocinera, se había esforzado casi más con la presentación del plato que con éste en sí. Una servilleta de lino doblada en forma de cisne envolvía con elegancia la pesada cubertería de plata. Había decorado el plato de sopa con perejil y junto al vaso de agua relucía una orquídea blanca. Caspar cogió la servilleta de la cesta del pan y el hambre se abalanzó sobre él como un perro de caza que acababa de olfatear su presa. No había comido nada desde hacía horas.

Apenas estaba masticando el primer bocado cuando oyó afuera, delante de su ventana, como si se tratara de un cortacésped, un zumbido cada vez más alto, lo que hizo acallar de repente su estómago gruñón.

Volvió a dejar el pan en la cesta, se levantó y fue hasta la ventana basculante que había en el techo de la buhardilla. La llovizna se había convertido ya en densos copos de nieve que empezaban a acumularse en las esquinas inferiores. Pronto no podría ver nada más a través del cristal. En ese momento apenas era capaz de ver el quitanieves en el que Bachmann y Sophia traían a los heridos.

Caspar abrió un poco la ventana, sintió un frío tan intenso que creyó que las lágrimas de los ojos se le congelaban. «¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó. Su aliento, que escapaba humeante de su boca como si fumara un cigarrillo, le recordaba al humo que había creído oler en la habitación de Greta cuando no había podido evitar pensar de repente en la niña enferma.

«Volverás pronto, ¿verdad?»

Cerró la ventana y caminó hasta el centro de la habitación. Giró una vez sobre su propio eje y sintió cómo el desasosiego dejaba en él una marca profunda. Y entonces descubrió algo sobre sí mismo que era casi tan importante como recordar con claridad: esperar con los brazos cruzados no formaba parte de su manera de ser. Este hallazgo significaba más que muchas de las pequeñas singularidades que había descubierto sobre sí mismo los últimos días, como, por ejemplo, que llevaba el reloj en la mano derecha, que en principio le ponía sal a la comida antes de probarla o que le costaba entender su propia letra.

El hecho de que su cuerpo le estuviera pidiendo a gritos que debía abandonar la clínica lo antes posible también significaba que podía hacerse ilusiones con facilidad. Había preferido esperar a que se produjera un milagro con su tratamiento, en lugar de tomar las riendas él mismo. En realidad se había escondido todo este tiempo, pero no lo había hecho en la clínica, sino en un lugar en el que nadie pudiera encontrarle: en su interior.

Caspar abrió su armario. De los ocho colgadores que tenía solamente había utilizado cuatro, eso contando que había colgado por separado los pantalones y las americanas. No se llevaría mucho equipaje si se fugaba aquella noche.

Suspiró mientras colocaba en la cama sus pocos efectos personales. La mayoría de ellos se los habían prestado en la clínica o Sophia se los había comprado en la ciudad a fin de que por lo menos tuviera alguna muda: media docena de calcetines y ropa interior, dos pijamas, un chándal y unas zapatillas para la ducha, varios artículos de tocador, así como una novela histórica de Peter Prange que, en principio, debería devolver a la biblioteca de la clínica.

«Toda mi vida cabe en una bolsa de plástico», pensó Caspar después de guardar en una bolsa resistente de basura todo aquello que no quería llevar puesto. No poseía ninguna mochila ni otro tipo de bolsa de viaje, así que no le quedó más remedio que utilizar la bolsa del cubo de la basura.

A continuación se puso el traje negro que llevaba el día que llegó a la clínica. El abrigo de invierno forrado se lo puso encima del brazo que sostenía la bolsa. La otra mano sujetaba sus pesadas botas de cordones. Había decidido vestirse una vez dejara atrás la escalera de madera.

«Ya está.»

Caspar evitó echar un último vistazo a su cómoda habitación. Apagó la luz y salió al silencioso pasillo con el propósito de no volver nunca más a ella. 

EL EXPERIMENTO  - SEBASTIAN FITZEKWhere stories live. Discover now