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Sentía que volaba cuando leía. La fresca sombra de los árboles, el suave aire que le acariciaba el cabello, y el deseo inexplicable que le daba leer un libro; la atrapaban en un lugar donde el tiempo no pasaba, pero pasaba tan deprisa que se olvidaba del mundo.

Estaba leyendo un libro sobre como el ser humano algún día construiría una colonia en La Luna. Cada vez que lo leía, le inspiraba deseos de estar allí. Sentía que estaba destina a ser un astronauta de esos que colonizan planetas, y de esos que engrandecen a la humanidad con sus hazañas. Su mochila estaba siempre llena de libros sobre astronomía, física, cosmología y demás. Era una autentica aficionada a las ciencias. A veces pasaba horas enteras documentándose sobre posibles viajes espaciales. Otras veces, invertía esas horas en estudiar teorías científicas que a momento parecían complicadísimas para una persona normal, pero que eran en realidad un cuento de hadas para ella.

Cada mañana llegaba muy temprano a la escuela —mucho antes de empezar sus primeras clases—, y se sentaba al lado de un árbol de la foresta. Abría uno de sus libros, y comenzaba su travesía en una lectura que la llevaba a mundos incomparables con el mundo real. Desde ciencia ficción hasta como construir una estación espacial, todo aquello nutria el espíritu de su imaginación.

Sentada al lado de aquel árbol se le veía como una chica despreocupada de la realidad. No tenía muchos amigos la verdad, y los que tenía estaban muy ajenos a su interés por conocer las maravillas del universo. Tampoco hablaba con muchas personas; era más o menos un ratón de biblioteca. Aunque vestía como las demás chicas de su clase, algunas se burlaban de ella por la mochila que llevaba. Se veía hinchada desde lejos por todos los libros que siempre traía consigo, pareciéndose una pequeña mochila de niña exploradora.

No pasaba un día en el que no tuviese una visualización de sus sueños, plasmados en la realidad. Muchas veces se quedaba todo el día pensado en donde iba a estar dentro de diez años. Se imaginaba en la universidad estudiando física, o alguna ingeniería, o convertida en una importante científica. Algo estaba muy claro: ella siempre estaba siguiendo sus sueños.

Los miércoles —los únicos días de la semana de clases que tenía libres— los usa exclusivamente para deleitarse con la lectura de decenas de libros a su tipo de gusto. No respetaba el número de páginas, ni mucho menos el tamaño de estos. Lo único que sí respetaba era un buen título con una portada llamativa de antemano, que la aferrase del libro en cuanto lo tuviese en frente.

Los días saltaban de semana en semana. Y ella permanecía allí, en su hito surrealista que tan lejos la llevaba en esos momentos cuando el Sol apuntaba hacia la Tierra con mayor intensidad, o cuando los pájaros pasaban del canto comparado con la urbe; hacia el ruido comparado con el campo, o cuando incluso, se sentía fuera, dentro del lugar donde estaba.

Siempre se sentaba en el mismo lugar —al final de los dos últimos pasillos, recostada a uno de los estantes—. Tomaba los que estaba leyendo por esa semana, y los colocaba uno encima del otro. Leía hoja por hoja, acariciaba página por página, desentrañaba texto por texto y párrafo por párrafo, analizaba cada oración minuciosamente, y vivía el breve instante que duraba cada palabra.

En esos pasillos, el aire se había dejado sobornar por la fragancia de un jazmín, a cambio de un olor a libros viejos, con sapiencia venidera. Sin darse cuenta había leído dos libros en la misma semana y ya iba a por el tercero, sin parar y con la mirada puesta en el futuro, con un temblor de emociones que le fluían por todo el cuerpo; así, como las cicatrices fluyen a través de los años. Aunque sentía que iba muy deprisa, no lo hacía: porque cada libro era respirado con delicadeza, sintiendo el olor de las páginas por unos extensos instantes.

Génesis de una mente creativa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora